Libro El Cartero de Neruda
Antonio Skármeta
El cartero de Neruda
Prólogo
De
vez en cuando —en momentos, sobre todo, de apatía o de agotamiento intelectual;
también en tiempos de superficialidad patente—, la figura del poeta emerge del
vacío y de la soledad social en que se encuentra. Me refiero a que se rescata
lo esencial de la misma, de su mensaje. De repente, para fortuna de todos, la
figura del poeta se nos ofrece sin sus tópicos literarios; ya no es motivo de
ironías ni de polémicas, o de epidérmicos enfrentamientos en la «tribu»
literaria.
Esto es algo que resulta
evidente y que convence, incluso cuando la figura del poeta que emerge es la de
lo que normalmente entendemos como un poeta «comprometido». Y resurge, además,
su figura en unos momentos en los que los sobresaltos y las sangres de la
historia —no una historia del pasado remoto, sino de un ayer que está ahí, a la
vuelta de sólo treinta años—, aún se agitan y están llenos de vivísima
actualidad.
Resulta también
sorprendente que este rescate de la figura del poeta esencial venga, en sus más
notorios casos, de la mano de los novelistas. De grandes novelistas, todo sea
dicho en honor de la verdad, pues no es labor de cualquier narrador fijar en un
breve espacio de tiempo y con tensa objetividad una figura tan emblemática como
la del poeta. Pienso ahora, por ello, en novelas como la de Thomas Mann (Muerte en Venecia), Hermann Broch (La muerte de Virgilio), Boris Pasternak (Doctor Zivago), Vintila Horia (Dios ha nacido en el
exilio), por
aludir solamente a cuatro ejemplos de autores contemporáneos que nos han dejado
semblanzas memorables de un anónimo poeta (quizá el propio Mann), de Virgilio,
de Pasternak y de Ovidio.
Broch y Horia hacen
remontar su indagación a dos poetas del mundo clásico latino, pero con maestría
ponen de relieve en sus relatos valores que sentimos muy próximos a nosotros.
Escribir, en el caso de estos dos autores, sobre los años o las horas finales
de un gran poeta es ya, sin más y de ahí el reto de esas obras—, escribir sobre
la vida de cualquier hombre, el cual siente cómo fluye por sus venas un tiempo
que fue intensísimo vitalmente, pero que ahora ya está medido en sus instantes.
Estas que vengo subrayando son, a mi entender, las claves con las que hay que
leer una obra como El cartero de Neruda, de Antonio Skármeta, por más que —como
hemos dicho— la vida del poeta, del hombre de que se nos habla en su libro ya
desde el título, esté para nosotros ahí, a la vuelta de la esquina, y sean muy
vivos los acontecimientos históricos en que se desenvolvió. Y, sobre todo, nos
asalte el convulsivo final de la misma, estrechamente fundido con el convulsivo
final de la democracia en su país, Chile. Ésta era la prueba que, sobre todo,
debía superar Skármeta en su novela: desde un presente muy delicado y vivo
tenía que salvar para lo esencial no ya la figura del poeta, sino la de un
poeta que nos es coetáneo, que aún sentimos muy cercano, que conocimos.
Precisamente,
al releer la novela de Skármeta, mi memoria vuelve hacia el encuentro que tuve
con el poeta en mayo de 1971, en Milán; recuerdo de qué manera se veía que
Italia precisamente el «escenario» de la versión cinematográfica de su novela—,
había sido un lugar entrañable, especial para Neruda. De sus muchos exilios,
seguramente los pasados en tierra italiana supusieron para él —dentro del
natural desasosiego de la lejanía de la propia tierra—, etapas de concentración
y equilibrio.
Recordaba
él en la entrevista que grabamos, y ya amenazado por la enfermedad, sus
inolvidables días romanos, pasados en un piso que alquiló con Rafael Alberti y
sus días junto al mar latino, que siempre tiembla y brilla al fondo de la
versión cinematográfica de la novela de Skármeta. Era el Neruda que también el
novelista pone muy bien de relieve en algunos pasajes de su libro, agobiado por
su cargo de embajador en París, enfermo, nostálgico de sus raíces telúricas.
Muy al
contrario de lo que se piensa, en la vida del poeta —un ser desposeído y sin
más fuerza que su sensibilidad y su palabra—, tiembla el pálpito verdadero de
la historia. Y sobre ella influye, y en ella interviene con el único poder de
ese lenguaje intemporal y conmovedor que son sus poemas. Y donde en el poeta
hay autenticidad, esa influencia se nota, aunque parta del aislamiento
producido por el poder temporal y por la soledad existencial.
Dicen los
orientales que un hombre puede hacer llegar los latidos de su pensamiento si su
mundo es auténtico—, mucho más allá de las cuatro paredes de la habitación en
que está encerrado. Algo de este tiempo, intenso y solitario, palpita en toda
la obra de Skármeta, en esas visitas asombradas y puras del cartero inocente a
la casa del intelectual sabio. Este autor ha tenido también el acierto de
entregarnos la perenne y valiosa intemporalidad del poeta, pero sin dejar de
mostrarnos allá al fondo —en anécdotas; cartas, juegos de palabras, rasgos de
humor, ironías—, la presencia de la historia, sin la que no es posible
comprender esa especie de aislamiento o exilio sereno y nutricio.
Nos dice
Skármeta que su obra fue el resultado de una lenta maduración, de una
decantación de años. En ello quizá resida la clave del éxito de su libro, que
además de una novela ya nació, desde el principio por sus ricos y amenos
diálogos—, como un guión cinematográfico. He insistido en la versión
cinematográfica de este libro porque —como en la versión del libro de Mann, o
en la del de Pasternak—, el escritor le debe a ella (afortunadamente) mucho del
éxito de su obra. Los temas que debía tratar eran delicados; se precisaba un
sugestivo temple para objetivar la historia y alzar sobre ella la fuerza del
amor en un ejemplo inolvidable: el de la relación entre Mario Jiménez y Beatriz
González.
La humildad de estos dos
personajes —como la de esos pescadores y trabajadores que, al fondo, como en un
friso, destacan—, es también paradigmática. Ellos tejen la intrahistoria y, al
hacerlo precisamente por su autenticidad—, determinan lo mejor de la historia,
y coinciden con sus vivencias con el mensaje del poeta. Al final —como tan bien
se ve en este libro—, el friso sólo lo forman seres humanos, los cuales conmueven,
sin más, al lector por su autenticidad y por su verdad.
Antonio
Colinas
A Matilde Urrutia, inspiradora de Neruda,
y a través de él, de sus humildes plagiarios.
Prólogo del autor
Entonces trabajaba yo como redactor cultural
de un diario de quinta categoría. La sección a mi cargo se guiaba por el
concepto de arte del director, quien, ufano de sus amistades en el ambiente, me
obligaba a incurrir en entrevistas a vedettes de compañías frívolas, reseñas de
libros escritos por ex detectives, notas a circos ambulantes o alabanzas
desmedidas al hit de la semana que pudiera pergeñar cualquier hijo de vecino.
En las oficinas húmedas de esa redacción
agonizaban cada noche mis ilusiones de ser escritor. Permanecía hasta la
madrugada empezando nuevas novelas que dejaba a mitad de camino desilusionado
de mi talento y mi pereza. Otros escritores de mi edad obtenían considerable
éxito en el país y hasta premios en el extranjero: el de Casa de las Américas,
el de la Biblioteca Breve Seix-Barral, el de Sudamericana y Primera Plana. La
envidia, más que un acicate para terminar algún día una obra, operaba en mí
como una ducha fiza.
Por aquellos días en que cronológicamente
comienza esta historia —que como los hipotéticos lectores advertirán parte
entusiasta y termina bajo el efecto de una honda depresión— el director
advirtió que mi tránsito por la bohemia había perfeccionado peligrosamente mi
palidez y decidió encargarme una nota a orillas del mar, que me permitiera una
semana de sol, viento salino, mariscos, pescados frescos, y de paso importantes
contactos para mi futuro. Se trataba de asaltar la paz costeña del poeta Pablo
Neruda, y a través de entrevistas con él, lograr para los depravados lectores
de nuestro pasquín algo así, palabras de mi director, «como la geografía
erótica del poeta». En buenas cuentas, y en chileno, hacerle hablar del modo
más gráfico posible sobre las mujeres que se había tirado.
Hospedaje en la hostería de isla Negra,
viático de príncipe, auto arrendado en Hertz, préstamo de su portátil Olivetti,
fueron los satánicos argumentos con que el director me convenció de llevar a
cabo la innoble faena. A estas argumentaciones, y con ese idealismo de la
juventud, yo agregaba otra acariciando un manuscrito interrumpido en la página
28: durante las tardes iba a escribir la crónica sobre Neruda y por las noches,
oyendo el rumor del mar, avanzaría mi novela hasta terminarla. Más aún, me
propuse algo que concluyó en obsesión, y que me permitió además sentir una gran
afinidad con Mario Jiménez, mi héroe: conseguir que Pablo Neruda prologara mi
texto. Con ese valioso trofeo golpearía las puertas de Editorial Nascimento y
conseguiría ipso facto la publicación de mi libro dolorosamente postergado.
Para no hacer este prólogo eterno y evitar
falsas expectativas en mis remotos lectores, concluyo aclarando desde ya
algunos puntos. Primero, la novela que el lector tiene en su mano no es la que
quise escribir en isla Negra ni ninguna otra que hubiera comenzado en aquella
época, sino un producto lateral de mi fracasado asalto periodístico a Neruda.
Segundo, a pesar de que varios escritores chilenos siguieron libando en la copa
del éxito (entre otras cosas porfiases como éstas, me dijo un editor) yo
permanecí —y permanezco— rigurosamente inédito. En tanto otros son maestros del
relato lírico en primera persona, de la novela dentro de la novela, del
metalenguaje, de la distorsión de tiempos y espacios, yo seguí adscrito a
metaforones trajinados en el periodismo, lugares comunes cosechados de los
criollistas, adjetivos chillantes malentendidos en Borges, y sobre todo
aferrado a lo que un profesor de literatura designó con asco: un narrador
omnisciente. Tercero y último, el sabroso reportaje a Neruda que con toda
seguridad el lector preferiría tener en sus manos en vez de la inminente novela
que lo acosa desde la próxima página y que acaso me hubiera sacado en otro
rubro de mi anonimato, no fue viable debido a principios del vate y no a mi
falta de impertinencia. Con una amabilidad que no merecía la bajeza de mis
propósitos me dijo que su gran amor era su esposa actual Matilde Urrutia, y que
no sentía ni entusiasmo ni interés por revolver ese «pálido pasado», y con una
ironía que sí merecía mi audacia de pedirle un prólogo para un libro que aún no
existía, me dijo poniéndome de patitas en la puerta: «con todo gusto, cuando lo
escriba».
En la esperanza de hacerlo, me quedé largo
tiempo en isla Negra, y para apoyar la pereza que me invadía todas las noches,
tardes y mañanas frente a la página en blanco, decidí merodear la casa del
poeta y de paso merodeara los que la merodeaban. Así fine como conocía los
personajes de esta novela.
Sé que más de un lector impaciente se estará
preguntando cómo un flojo rematado como yo pudo terminar este libro, por
pequeño que sea. Una explicación plausible es que tardé catorce años en
escribirlo. Si se piensa que en ese lapso, Vargas Llosa, por ejemplo, publicó
Conversación en la catedral, La tía Julia y el escribidor, Pantaleón y las
visitadoras y La guerra del fin del mundo, es francamente un récord del cual no
me enorgullezco.
Pero también hay una explicación
complementaria de índole sentimental. Beatriz González, con quien almorcé
varias veces durante sus visitas a los tribunales de Santiago, quiso que yo
contara para ella la historia de Mario, «no importa cuánto tardase ni cuánto
inventara». Así de excusado por ella, incurrí en ambos defectos.
§
En junio de
1969 dos motivos tan afortunados como triviales condujeron a Mario Jiménez a
cambiar de oficio. Primero, su desafecto por las faenas de la pesca que lo
sacaban de la cama antes del amanecer, y casi siempre, cuando soñaba con amores
audaces, protagonizados por heroínas tan abrasadoras como las que veía en la
pantalla del rotativo de San Antonio. Este talento, unido a su consecuente
simpatía por los resfríos, reales o fingidos, con que se excusaba día por medio
de preparar los aparejos del bote de su padre, le permitía retozar bajo las
nutridas mantas chilotas, perfeccionando sus oníricos idilios, hasta que el
pescador José Jiménez volvía de alta mar, empapado y hambriento, y él mitigaba
su complejo de culpa sazonándole un almuerzo de crujiente pan, bulliciosas
ensaladas de tomate con cebolla, más perejil y cilantro, y una dramática
aspirina que engullía cuando el sarcasmo de su progenitor lo penetraba hasta
los huesos.
—Búscate un
trabajo —era la escueta y feroz frase con que el hombre concluía una mirada
acusadora, que podía alcanzar hasta los diez minutos, y que en todo caso nunca
duró menos de cinco.
—Sí, papá —respondía
Mario, limpiándose las narices con la manga del chaleco.
Si este
motivo fuera el trivial, el afortunado fue la posesión de una alegre bicicleta
marca Legnano, valiéndose de la cual Mario trocaba a diario al menguado
horizonte de la caleta de pescadores por el algo mínimo puerto de San Antonio,
pero que en comparación con su caserío lo impresionaba como fastuoso y
babilónico. La mera contemplación de los afiches del cine con mujeres de bocas
turbulentas y durísimos tíos de habanos masticados entre dientes impecables, lo
metía en un trance del que sólo salía tras dos horas de celuloide, para
pedalear desconsolado de vuelta a su rutina, a veces bajo una lluvia costeña
que le inspiraba resfríos épicos. La generosidad de su padre no alcanzaba a
tanto como para fomentar la molicie, de modo que varios días de la semana,
carente de dinero, Mario Jiménez tenía que conformarse con incursiones a las
tiendas de revistas usadas, donde contribuía a manosear las fotos de sus
actrices predilectas.
Fue uno de
aquellos días de desconsolado vagabundeo, cuando descubrió un aviso en la
ventana de la oficina de correos que, a Pesar de estar escrito a mano y sobre
una modesta hoja de cuaderno de matemáticas, asignatura en la que no había
destacado durante la escuela primaria, no pudo resistir.
Mario Jiménez
jamás había usado corbata, pero antes de entrar se arregló el cuello de la
camisa como si llevara una y trató, con algún éxito, de abreviar con dos golpes
de peineta su melena heredada de fotos de los Beatles.
—Vengo por el aviso —declamó
al funcionario, con una sonrisa que emulaba la de Burt Lancaster.
—¿Tiene bicicleta? —preguntó
aburrido el funcionario.
Su corazón y sus labios
dijeron al unísono.
—Sí.
—Bueno —dijo el
oficinista, limpiándose los lentes—, se trata de un puesto de cartero para isla
Negra.
—Qué casualidad —dijo
Mario—. Yo vivo al lado, en la caleta.
—Eso está muy bien. Pero
lo que está mal es que hay un solo cliente.
—¿Uno nada más?
—Sí, pues. En la caleta
todos son analfabetos. No pueden leer ni las cuentas.
—¿Y quién es el cliente?
—Pablo Neruda.
Mario Jiménez tragó lo
que le pareció un litro de saliva.
—Pero eso es formidable.
—¿Formidable? Recibe
kilos de correspondencia diariamente. Pedalear con la bolsa sobre tu lomo es
igual que cargar un elefante sobre los hombros. El
cartero que lo atendía se jubiló jorobado como un camello.
—Pero yo
tengo sólo diecisiete años.
—¿Y estás
sano?
—¿Yo? Soy de
fierro. ¡Ni un resfrío en mi vida!
El funcionario deslizó
los lentes sobre el tabique de la nariz y lo miró por encima del marco.
—El
sueldo es una mierda. Los otros carteros se las arreglan con las propinas. Pero
con un cliente, apenas te alcanzará para el cine una vez por semana.
—Quiero el puesto.
—Está bien. Me llamo
Cosme.
—Cosme.
—Me debes decir «don
Cosme».
—Sí, don Cosme.
—Soy tu jefe.
—Sí, jefe.
El hombre levantó un
bolígrafo azul, le sopló su aliento para entibiar la tinta, y preguntó sin
mirarlo: —¿Nombre? —Mario Jiménez —respondió Mario Jiménez solemnemente. Y en
cuanto terminó de emitir ese vital comunicado, fue hasta la ventana, desprendió el aviso, y lo hizo recalar en lo más
profundo del bolsillo trasero de su
pantalón.
§
Lo que no
logró el océano Pacífico con su paciencia parecida a la eternidad, lo logró la
escueta y dulce oficina de correos de San Antonio: Mario Jiménez no sólo se
levantaba al alba, silbando y con una nariz fluida y atlética, sino que
acometió con tal puntualidad su oficio, que el viejo funcionario Cosme le
confió la llave del local, en caso de que alguna vez se decidiera a llevar a
cabo una hazaña desde antiguo soñada: dormir hasta tan tarde en la mañana que
ya fuera hora de la siesta y dormir una siesta tan larga que ya fuera hora de
acostarse, y al acostarse dormir tan bien y profundo, que al día siguiente
sintiera por primera vez esas ganas de trabajar, que Mario irradiaba y que
Cosme ignoraba meticulosamente.
Con el primer sueldo, pagado
como es usual en Chile con un mes y medio de retraso, el cartero Mario Jiménez
adquirió los siguientes bienes: una botella de vino Cousiño Macul Antiguas
Reservas, para su padre; una entrada al cine gracias a la cual se saboreó West Side Story con Natalie Wood incluida; una peineta de acero alemán en el mercado de
San Antonio, a un pregonero que las ofrecía con el refrán: «Alemania perdió la
guerra, pero no la industria Peinetas inoxidables marca Solingen»; y la edición
Losada de las Odas elementales por su cliente y vecino, Pablo Neruda.
Se proponía, en algún
momento en que el vate le pareciera de buen humor, asestarle el libro junto con
la correspondencia y agenciarse un autógrafo, con el cual alardear ante
hipotéticas pero bellísimas mujeres que algún día conocería en San Antonio, o
en Santiago, a donde iría a parar con su segundo sueldo. Varias veces estuvo a
punto de cumplir su cometido, pero lo inhibió tanto la pereza con que el poeta
recibía su correspondencia, la celeridad con que le cedía la propina (en
ocasiones más que regular), como su expresión de hombre volcado abismalmente
hacia el interior. En buenas cuentas, durante un par de meses, Mario no pudo
evitar sentir que cada vez que tocaba el timbre asesinaba la inspiración del
poeta, que estaría a punto de incurrir en un verso genial. Neruda tomaba el
paquete de correspondencia, le pasaba un par de escudos, y se despedía con una
sonrisa tan lenta como su mirada. A partir de ese momento, y hasta el final del
día, el cartero cargaba las Odas elementales con la esperanza de
reunir algún día coraje. Tanto lo trajinó, tanto lo manoseó, tanto lo puso en
la falda de sus pantalones bajo el farol de la plaza, para darse aires de intelectual
ante las muchachas que lo ignoraban, que terminó por leer el libro. Con este
antecedente en su currículum, se
consideró merecedor de una migaja de la atención del vate, y una mañana de sol
invernal, le filtró el libro junto con las cartas, con una frase que había
ensayado frente a múltiples vitrinas:
—Póngame la
millonaria, maestro.
Complacerlo
fue para el poeta un trámite de rutina, pero una vez cumplido con ese breve
deber, se despidió con la cortante cortesía que lo caracterizaba. Mario comenzó
por analizar el autógrafo y llegó a la conclusión que con un «Cordialmente,
Pablo Neruda» su anonimato no perdía gran cosa. Se propuso trabar algún tipo de
relación con el poeta, que le permitiera algún día ser alhajado con una
dedicatoria en que por lo menos constara con la mera tinta verde del vate su
nombre y apellido: Mario Jiménez S. Aunque óptimo le hubiera parecido un texto
del tenor de «A mi entrañable amigo Mario Jiménez, Pablo Neruda». Le planteó
sus anhelos a Cosme el telegrafista, quien, tras recordarle que Correos de
Chile prohibía a sus mensajeros fastidiar con requisitorias atípicas a su
clientela, le hizo saber que un mismo libro no podía ser dedicado dos veces. Es
decir, que en ningún caso sería noble proponerle al poeta —por comunista que fuera—
que tarjara sus palabras para reemplazarlas por otras.
Mario
Jiménez tuvo por atinada la observación, y cuando recibió el segundo sueldo en
un sobre fiscal, adquirió, con un gesto que le pareció consecuente, Nuevas
odas elementales, edición Losada. Alguna pesadumbre lo alentó al renunciar
a su soñada excursión a Santiago, y luego el temor, cuando el astuto librero le
dijo: «Y para el mes próximo le tengo el tercer libro de las Odas».
Pero
ninguno de ambos libros llegó a ser autografiado por el poeta. Otra mañana con
sol de invierno, muy parecida a otra tampoco descrita en detalle antes, relegó
la dedicatoria al olvido. Mas no así la poesía.
§
Crecido entre
pescadores, nunca sospechó el joven Mario Jiménez que en el correo de aquel día
habría un anzuelo con que atraparía al poeta. No bien le había entregado el
bulto, el poeta había discernido con precisión meridiana una carta que procedió
a rasgar ante sus, propios ojos. Esta conducta inédita, incompatible con la
serenidad y discreción del vate, alentó en el cartero el inicio de un
interrogatorio, y por qué no decirlo, de una amistad.
—¿Por qué abre esa carta
antes que las otras?
—Porque es de Suecia.
—¿Y qué tiene de especial
Suecia, aparte de las suecas?
Aunque Pablo Neruda poseía
un par de párpados inconmovibles, parpadeó.
—El Premio Nobel de
Literatura, mijo.
—Se lo van a dar.
—Si me lo dan, no lo voy
a rechazar.
—¿Y cuánta plata es?
El poeta, que ya había
llegado al meollo de la misiva, dijo sin énfasis:
—Ciento cincuenta mil doscientos
cincuenta dólares.
Mario pensó la siguiente
broma: «Y cincuenta centavos», mas su instinto reprimió su contumaz
impertinencia, y en cambio preguntó de la manera más
pulida:
—¿Y?
—¿Hmm?
—¿Le dan el
Premio Nobel?
—Puede ser,
pero este año hay candidatos con más chance.
—¿Por qué?
—Porque han
escrito grandes obras.
—¿Y las otras
cartas?
—Las leeré
después —suspiró el vate.
—¡Ah!
Mario, que presentía el
fin del diálogo, se dejó consumir por una ausencia semejante a la de su
predilecto y único cliente, pero tan radical, que
obligó al poeta a preguntarle:
—¿Qué te
quedaste pensando?
—En lo que
dirán las otras cartas. ¿Serán de amor?
El robusto
vate tosió.
—¡Hombre, yo
estoy casado! ¡Que no te oiga Matilde!
—Perdón, don
Pablo.
Neruda
arremetió con su bolsillo y extrajo un billete del rubro «más que regular». El
cartero dijo «gracias», no tan acongojado por la suma como por la inminente
despedida. Esa misma tristeza pareció inmovilizarlo hasta un grado alarmante.
El poeta, que se disponía a entrar, no pudo menos que interesarse por una
inercia tan pronunciada.
—¿Qué te
pasa?
—¿Don
Pablo?
—Te quedas
ahí parado como un poste.
Mario
torció el cuello y buscó los ojos del poeta desde abajo:
—¿Clavado
como una lanza?
—No, quieto
como torre de ajedrez.
—¿Más
tranquilo que gato de porcelana?
Neruda
soltó la manilla del portón, y se acarició la barbilla.
—Mario
Jiménez, aparte de Odas elementales tengo libros mucho mejores. Es
indigno que me sometas a todo tipo de comparaciones y metáforas.
—¿Don
Pablo?
—¡Metáforas,
hombre!
—¿Qué son
esas cosas?
El poeta
puso una mano sobre el hombro del muchacho.
—Para
aclarártelo más o menos imprecisamente, son modos de decir una cosa
comparándola con otra.
—Deme un
ejemplo.
Neruda miró
su reloj y suspiró.
—Bueno,
cuando tú dices que el cielo está llorando. ¿Qué es lo que quieres decir?
—¡Qué
fácil! Que está lloviendo, pu’.
—Bueno, eso
es una metáfora.
—Y ¿por
qué, si es una cosa tan fácil, se llama tan complicado? —Porque los nombres no
tienen nada que ver con la simplicidad o complicidad de las cosas. Según tu
teoría, una cosa chica que vuela no debiera tener un nombre tan largo como mariposa.
Piensa que elefante tiene la misma cantidad de letras que mariposa y es
mucho más grande y no vuela —concluyó Neruda exhausto. Con un resto de ánimo,
le indicó a Mario el rumbo hacia la caleta. Pero el cartero tuvo la prestancia
de decir:
—¡P’tas que
me gustaría ser poeta!
—¡Hombre!
En Chile todos son poetas. Es más original que sigas siendo cartero. Por lo
menos caminas mucho y no engordas. En Chile todos los poetas somos guatones.
Neruda
retomó la manilla de la puerta, y se disponía a entrar, cuando Mario mirando el
vuelo de un pájaro invisible, dijo:
—Es que si
fuera poeta podría decir lo que quiero.
—¿Y qué es
lo que quieres decir?
—Bueno, ése es justamente el
problema. Que como no soy poeta, no puedo decirlo.
El vate se apretó las
cejas sobre el tabique de la nariz.
—¿Mario?
—¿Don Pablo?
—Voy a
despedirme y a cerrar la puerta.
—Sí, don
Pablo.
—Hasta
mañana.
—Hasta mañana.
Neruda detuvo la mirada
sobre el resto de las cartas, y luego entreabrió el portón. El cartero
estudiaba las nubes con los brazos cruzados sobre el pecho. Vino hasta su lado
y le picoteó el hombro con un dedo. Sin deshacer su postura, el muchacho se lo
quedó mirando.
—Volví a abrir, porque
sospechaba que seguías aquí.
—Es que me quedé
pensando.
Neruda apretó los dedos
en el codo del cartero, y lo fue conduciendo con firmeza hacia el farol donde
había estacionado la bicicleta.
—¿Y para pensar te quedas
sentado? Si quieres ser poeta, comienza por pensar caminando. ¿O eres como John
Wayne, que no podía caminar y mascar chiclets al mismo tiempo? Ahora te vas a
la caleta por la playa y, mientras observas el movimiento del mar, puedes ir
inventando metáforas.
—¡Deme un ejemplo!
—Mira este poema: «Aquí
en la Isla, el mar, y cuánto mar. Se sale de sí mismo a cada rato. Dice que sí,
que no, que no. Dice que sí, en azul, en espuma, en galope. Dice que no, que
no. No puede estarse quieto. Me llamo mar, repite pegando en una piedra sin
lograr convencerla. Entonces con siete lenguas verdes, de siete tigres verdes,
de siete perros verdes, de siete mares verdes, la recorre, la besa, la
humedece, y se golpea el pecho repitiendo su nombre». —Hizo una pausa
satisfecho—. ¿Qué te parece?
—Raro.
—«Raro.» ¡Qué crítico más
severo que eres!
—No, don Pablo. Raro no
lo es el poema. Raro es como yo me sentía cuando usted recitaba el poema.
—Querido Mario, a ver si
te desenredas un poco, porque no puedo pasar toda la mañana disfrutando de tu
charla.
—¿Cómo se lo explicara?
Cuando usted decía el poema, las palabras iban de acá pa'llá.
—¡Como el mar, pues!
—Sí, pues, se
movían igual que el mar.
—Eso es el
ritmo.
—Y me sentí
raro, porque con tanto movimiento me mareé.
—Te mareaste.
—¡Claro! Yo iba como un
barco temblando en sus palabras.
Los párpados del poeta se
despegaron lentamente.
—«Como un barco temblando
en mis palabras.»
—¡Claro!
—¿Sabes lo que has hecho,
Mario?
—¿Qué?
—Una metáfora.
—Pero no vale, porque me
salió de pura casualidad, no más.
—No hay imagen que no sea
casual, hijo.
Mario se llevó la mano al
corazón, y quiso controlar un aleteo desaforado que le había subido hasta la
lengua y que pugnaba por estallar entre sus dientes. Detuvo la caminata, y con
un dedo impertinente manipulado a centímetros de la nariz de su emérito cliente,
dijo:
—Usted
cree que todo el mundo, quiero decir todo el mundo, con el viento, los
mares, los árboles, las montañas, el fuego, los animales, las casas, los
desiertos, las lluvias...
—... ahora ya
puedes decir «etcétera».
—... ¡los
etcéteras! ¿Usted cree que el mundo entero es la metáfora de algo?
Neruda abrió la boca, y su
robusta barbilla pareció desprendérsele del rostro.
—¿Es una huevada lo que le
pregunté, don Pablo?
—No, hombre, no.
—Es que se le puso una cara tan
rara.
—No, lo que sucede es que me
quedé pensando.
Espantó de un manotazo un humo
imaginario, se levantó los desfallecientes pantalones y, punzando con el índice
el pecho del joven, dijo:
—Mira,
Mario. Vamos a hacer un trato. Yo ahora me voy a la cocina, me preparo una omelette
de aspirinas para meditar tu pregunta, y mañana te doy mi opinión.
—¿En serio, don Pablo?
—Sí, hombre, sí. Hasta
mañana.
Volvió a su casa y, una
vez junto al portón, se recostó en su madera y cruzó pacientemente los brazos.
—¿No se va a entrar? —le
gritó Mario.
—Ah, no. Esta vez espero
a que te vayas.
El cartero apartó la
bicicleta del farol, hizo sonar jubiloso su campanilla, y, con una sonrisa tan
amplia que abarcaba poeta y contorno, dijo:
—Hasta
luego, don Pablo.
—Hasta
luego, muchacho.
§
El cartero Mario Jiménez
tomó literalmente las palabras del poeta, e hizo la ruta hasta la caleta
escrutando los vaivenes del océano. Aunque las olas eran muchas, el mediodía
inmaculado, la arena muelle y la brisa leve, no prosperó ninguna metáfora. Todo
lo que en el mar era elocuencia, en él fue mudez. Una afonía tan enérgica, que
hasta las piedras le parecieron parlanchinas en comparación.
Fastidiado con la
hosquedad de la naturaleza, se hizo el ánimo de avanzar hasta la hostería para
consolarse con una botella de vino, y si encontraba algún ocioso merodeando en
el bar desafiarlo a un partido de taca-taca. A falta de estadio en el pueblo,
los jóvenes pescadores satisfacían sus inquietudes deportivas con el lomo curvo
sobre las mesas del futbolito.
Desde lejos lo alcanzó el
estruendo de los golpes metálicos junto a la música del Wurlitzer, que
rasguñaba una vez más los surcos de Mucho amor por los Ramblers, cuya
popularidad se había extinguido hacia una década en la capital, pero que en el
pequeño pueblo seguía siendo actual. Adivinando que a la depresión se le
sumaría el fastidio de la rutina, entró al local dispuesto a convertir en vino
la propina del poeta, cuando lo invadió una embriaguez más cabal que la que
ningún mosto le había provocado en su breve vida: jugando con los oxidados
muñecos azules, se encontraba la muchacha más hermosa que recordara haber
visto, incluidas actrices, acomodadoras de cine, peluqueras, colegialas,
turistas y vendedoras de discos. Aunque su ansiedad por las chicas equivalía
casi a su timidez —situación que lo cocinaba en frustraciones— esta vez avanzó
hasta la mesa de taca-taca con la osadía de la inconsciencia. Se detuvo detrás
del arquero rojo, disimuló con perfecta ineficiencia su fascinación acompañando
con ojos saltarines los vaivenes de la pelota, y, cuando la chica hizo tronar
el metal de la valla con un gol, levantó la vista hacia ella con la sonrisa más
seductora que pudo improvisar. Ella respondió a tal cordialidad con un gesto
conminándolo a que se hiciera cargo de la delantera del equipo rival. Mario
casi no había advertido que la muchacha jugaba contra una amiga, y sólo se dio
cuenta cuando la golpeó con la cadera desplazándola hacia la defensa. Pocas
veces en su vida había notado que tenía un corazón tan violento. La sangre le
bombeaba con tal vigor, que se pasó la mano por el pecho tratando de
apaciguarlo. Entonces ella golpeó el blanco balón en el canto de la mesa, hizo
el gesto de llevarlo hasta el otrora círculo central, desteñido por las
décadas, y, cuando Mario se dispuso a maniobrar sus barras para impresionarla
con la destreza de sus muñecas, la muchacha levantó la pelota y se la puso
entre medio de unos dientes que brillaron en ese humilde patio, sugiriéndole
una lluvia de plata. Enseguida adelantó su torso ceñido en una blusa dos
números más pequeños de lo que exigían sus persuasivos senos, y lo invitó a que
cogiera el balón de su boca. Indeciso entre la humillación y la hipnosis, el
cartero alzó vacilante la mano derecha, y, cuando sus dedos estuvieron a punto de
tocar el balón, la chica se apartó y la sonrisa irónica dejó su brazo
suspendido en el aire, como en un ridículo brindis para festejar sin vaso y sin
champagne un amor que jamás se concretaría. Luego balanceó su cuerpo
camino al bar, y sus piernas parecieron ir bailando al compás de una música más
sinuosa que la ofrecida por los Ramblers. Mario no tuvo necesidad de un espejo
para adivinar que su rostro estaría rojo y húmedo. La otra muchacha se ubicó en
el puesto abandonado y, con un severo golpe del balón sobre el marco, quiso
despertarlo de su trance. Mustio, el cartero alzó la vista desde la pelota
hasta los ojos de su nuevo rival, y, aunque se había definido frente al océano
Pacífico como inepto para comparaciones y metáforas, se dijo con rabia que el
juego propuesto por esa pálida pueblerina sería a) más fome que bailar con la
hermana, b) más aburrido que domingo sin fútbol y c) tan entretenido como
carrera de caracoles.
Sin
dedicarle ni una pestañeada de despedida, siguió el rumbo de su adorada hacia
el mesón del bar, se derrumbó sobre una silla como en una butaca de cine, y
durante largos minutos la contempló extasiado, mientras la chica echaba su
aliento en las rústicas copas y luego las frotaba con un trapo bordado de
copihues, hasta dejarlas impecables.
§
El
telegrafista Cosme tenía dos principios. El socialismo, a favor del cual
arengaba a sus subordinados, de modo superfluo, por lo demás, porque todos eran
convencidos o activistas, y el uso de la gorra de correos dentro de la oficina.
Podía tolerar a Mario esa enmarañada melena que superaba con raigambre
proletaria el corte de los Beatles, los blue-jeans infectados por manchas de
aceite del engranaje de la bicicleta, la chaqueta descolorida de peón, su
hábito de investigarse la nariz con el meñique; pero la sangre le hervía cuando
lo veía llegar sin el copete. De modo que cuando el cartero entró macilento
hacia la mesa clasificadora de correspondencia diciéndole un exangüe «buenos
días», lo frenó con un dedo en el cuello, lo condujo hasta la percha donde
colgaba el sombrero, se lo calzó hasta las cejas, y sólo entonces lo incitó a
que repitiera el saludo.
—Buenos días, jefe.
—Buenos días —rugió.
—¿Hay cartas para el
poeta?
—Muchas. Y también un
telegrama.
—¿Un telegrama?
El muchacho lo levantó, intentó
discernir al trasluz su contenido, y en un santiamén estuvo en la calle montado
en la bicicleta. Ya iba pedaleando, cuando Cosme le gritó desde la puerta con
el resto del correo en la mano.
—Se te quedan las otras
cartas.
—Las llevaré después —dijo
alejándose.
—Eres un tonto —gritó don
Cosme—. Tendrás que hacer dos viajes.
—No soy ningún tonto,
jefe. Veré al poeta dos veces.
En el portón de Neruda,
se colgó de la soga que accionaba la campanilla más allá de toda discreción.
Tres minutos de esas dosis no produjeron la presencia del poeta. Puso la
bicicleta contra el farol, y, con un resto de fuerzas, corrió hacia el roquerío
de la playa, donde descubrió a Neruda de rodillas cavando en la arena.
—Tuve suerte —gritó
mientras saltaba sobre las rocas acercándosele—. ¡Telegrama!
—Tuviste que madrugar,
muchacho.
Mario llegó hasta su
lado, y le dedicó al poeta diez segundos de jadeo antes de recuperar el habla.
—No me importa. Tuve
mucha suerte, porque necesito hablar con usted.
—Debe
ser muy importante. Bufas como un caballo.
Mario se
limpió el sudor de la frente de un manotazo, secó el telegrama en sus muslos, y
se lo puso en la mano del poeta.
—Don Pablo
—declaró solemne—. Estoy enamorado.
El vate
hizo del telegrama un abanico, que procedió a sacudir ante su barbilla.
—Bueno —repuso—
no es tan grave. Eso tiene remedio.
—¿Remedio?
Don Pablo, si eso tiene remedio, yo sólo quiero estar enfermo. Estoy enamorado,
perdidamente enamorado.
La voz del
poeta, tradicionalmente lenta, pareció dejar caer esta vez dos piedras, en vez
de palabras.
—¿Contra
quién?
—¿Don
Pablo?
—¿De quién,
hombre?
—Se llama
Beatriz.
—¡Dante,
diantres!
—¿Don
Pablo?
—Hubo una
vez un poeta que se enamoró de una tal Beatriz. Las Beatrices producen amores
inconmensurables.
El cartero
esgrimió su bolígrafo Bic, y raspó con él la palma de su izquierda.
—¿Qué
haces?
—Me escribo
el nombre del poeta ese. Dante.
—Dante
Alighieri.
—Con «h».
—No,
hombre, con «a».
—¿«A» como
«amapola»?
—Como
«amapola» y «apio».
—¿Don
Pablo?
El poeta
extrajo su bolígrafo verde, puso la palma del chico sobre la roca, y escribió
con letras pomposas. Cuando se disponía a abrir el telegrama, Mario se golpeó
la ilustre palma sobre la frente, y suspiró:
—Don Pablo,
estoy enamorado.
—Eso ya lo
dijiste. ¿Y yo en qué puedo servirte?
—Tiene que
ayudarme.
—¡A mis
años!
—Tiene que
ayudarme, porque no sé qué decirle. La veo delante mío y es como si estuviera
mudo. No me sale una sola palabra.
—¡Cómo! ¿No
has hablado con ella?
—Casi nada.
Ayer me fui paseando por la playa como usted me dijo. Miré el mar mucho rato, y
no se me ocurrió ninguna metáfora. Entonces, entré a la hostería y me compré
una botella de vino. Bueno, fue ella la que me vendió la botella.
—Beatriz.
—Beatriz. Me la quedé
mirando, y me enamoré de ella.
Neruda se rascó su
plácida calvicie con el dorso del lápiz.
—Tan rápido.
—No, tan rápido no. Me la
quedé mirando como diez minutos.
—¿Y ella?
—Y ella me dijo: «¿Qué
miras, acaso tengo monos en la cara?».
—¿Y tú?
—A mí no se me ocurrió
nada.
—¿Nada de nada? ¿No le
dijiste ni una palabra?
—Tanto como nada de nada,
no. Le dije cinco palabras.
—¿Cuáles?
—¿Cómo te llamas?
—¿Y ella?
—Ella me dijo «Beatriz
González».
—Le preguntaste «cómo te
llamas». Bueno eso hace tres palabras. ¿Cuáles fueron las otras dos?
—«Beatriz González.»
—Beatriz González.
—Ella me dijo «Beatriz
González» y entonces yo repetí «Beatriz González».
—Hijo, me has traído un
telegrama urgente y si seguimos conversando sobre Beatriz González, la noticia
se me va a podrir en las manos.
—Está bien,
ábralo.
—Tú como
cartero, debieras saber que la correspondencia es privada.
—Yo jamás le
he abierto una carta.
—No digo eso.
Lo que quiero decir es que uno tiene derecho a leer sus cartas tranquilo, sin
espías ni testigos.
—Comprendo,
don Pablo.
—Me alegro.
Mario sintió
que la congoja que lo invadía era más violenta que su sudor. Con voz taimada,
susurró:
—Hasta luego,
poeta.
—Hasta luego,
Mario.
El vate le
alcanzó un billete de la categoría «muy bien» con la esperanza de cerrar con las
artes de la generosidad el episodio. Pero Mario lo contempló agónico, y,
devolviéndoselo, dijo:
—Si no fuera mucha la
molestia, me gustaría que en vez de darme dinero me escribiera un poema para
ella.
Hacía años
que Neruda no corría, pero ahora sintió la compulsión de ausentarse de ese
pasaje, junto a aquellas aves migratorias que con tanta dulzura había cantado
Bécquer. Con la velocidad que le permitieron sus años y su cuerpo, se alejó
hacia la playa alzando los brazos al cielo.
—Pero si ni
siquiera la conozco. Un poeta necesita conocer a una persona para inspirarse.
No puede llegar e inventar algo de la nada.
—Mire, poeta
—lo persiguió el cartero— . Si se hace tantos problemas por un simple poema,
jamás ganará el Premio Nobel.
Neruda se
detuvo sofocado.
—Mira, Mario,
te ruego que me pellizques para despertarme de esta pesadilla.
—¿Entonces,
qué le digo, don Pablo? Usted es la única persona en el pueblo que puede
ayudarme. Todos los demás son pescadores que no saben decir nada.
—Pero esos pescadores
también se enamoraron, y lograron decirles algo a las muchachas que les
gustaban.
—¡Cabezas de pescado!
—Pero las enamoraron y se
casaron con ellas. ¿Qué hace tu padre?
—Pescador, pu'.
—¡Ahí tienes! Alguna vez
debe haber hablado con tu madre, para convencerle de que se casara con él.
—Don Pablo: la
comparación no vale, porque Beatriz es mucho más linda que mi madre.
—Querido Mario, no
resisto la curiosidad de leer el telegrama. ¿Me permites?
—Con mucho gusto.
—Gracias. Neruda quiso
rasgar el sobre con el mensaje, pero al hacerlo lo descuartizó. Elevándose
sobre la punta de los pies, Mario intentó espiar el contenido sobre su hombro.
—No es de Suecia, ¿no?
—No.
—¿Usted cree que le darán
el Premio Nobel este año?
—Ya dejé de preocuparme
de eso. Me parece irritante ver aparecer mi nombre en las competencias anuales,
como si yo fuera un caballo de carreras.
—¿De quién es el
telegrama entonces?
—Del Comité Central del
Partido.
El poeta hizo una pausa
trágica.
—Muchacho, ¿no será hoy
por casualidad martes y trece?
—¿Malas noticias?
—¡Pésimas! ¡Me ofrecen
ser candidato a la Presidencia de la República!
—¡Don Pablo, pero eso es
formidable!
—Formidable que te
nombren. Pero ¿y si llego a ser elegido?
—Claro que va a ser
elegido. A usted lo conoce todo el mundo. En la casa de mi padre hay un solo
libro y es suyo.
—¿Y eso qué
prueba?
—¿Cómo que
qué prueba? Si mi papá que no sabe leer ni escribir, tiene un libro
suyo, eso significa que ganaremos.
—¿«Ganaremos»?
—Claro, yo voy a
votar por usted de todas maneras.
Agradezco tu apoyo.
Neruda dobló los restos
mortales del telegrama y los sepultó en el bolsillo trasero de su pantalón. El
cartero lo estaba mirando con una expresión húmeda en los ojos que al vate le
recordó un cachorro bajo la llovizna de Parral.
Sin una
mueca, dijo:
—Ahora vamos
a la hostería a conocer a esa famosa Beatriz González.
—Don Pablo,
está bromeando.
—Habló en serio. Nos
vamos hasta el bar, probamos un vinito, y le echamos una mirada a la novia.
—Se va a morir de
impresión si nos ve juntos. ¡Pablo Neruda y Mario Jiménez tomando vino juntos
en la hostería! ¡Se muere!
—Eso sería muy triste. En
vez de escribirle un poema habría que confeccionarle un epitafio.
El vate echó a andar
enérgicamente, pero al ver que Mario se quedaba atrás embobado en el horizonte,
se dio vuelta y le dijo:
—¿Y ahora qué
pasa?
Corriendo, el
cartero estuvo pronto a su lado y lo miró a los ojos:
—Don Pablo, si me caso
con Beatriz González, ¿usted aceptaría ser el padrino de la boda?
Neruda se acarició la
barbilla perfectamente rasurada, fingió cavilar la respuesta, y luego se llevó
un dedo apodíctico a la frente.
—Después que nos tomemos
el vino en la hostería, vamos a decidir sobre las dos cuestiones.
—¿Cuáles dos?
—La
Presidencia de la República y Beatriz González.
§
Cuando el
pescador vio entrar en la hostería a Pablo Neruda acompañado de un joven
anónimo, quien más que cargar una bolsa de cuero parecía estar aferrado a ella,
decidió alertar a la nueva mesonera de la parcialmente distinguida
concurrencia.
—¡Buscan!
Los recién
llegados ocuparon dos sillas frente al mesón, y vieron que lo atravesaba una
muchacha de unos diecisiete años con un pelo castaño enrulado y deshecho por la
brisa, unos ojos marrones tristes y seguros, rotundos como ciruelas, un cuello
que se deslizaba hacia unos senos maliciosamente oprimidos por esa camiseta
blanca con dos números menos de los precisos, dos pezones, aunque cubiertos,
alborotadores, y una cintura de esas que se cogen para bailar tango hasta que
la madrugada y el vino se agotan. Hubo un breve lapso, el necesario para que la
chica dejase el mesón e ingresara al tablado de la sala, antes de que hiciera
su epifanía aquella parte del cuerpo que sostenía los atributos. A saber, el
sector básico de la cintura que se abría en un par de caderas mareadoras,
sazonadas por una minifalda que era una llamada de atención sobre las piernas y
que, tras deslizarse sobre las rodillas cobrizas, concluían como una lenta
danza en un par de pies descalzos, agrestes y circulares, pues desde allí la
piel reclamaba el retorno minucioso por cada segmento hasta alcanzar esos ojos
cafés, que habían sabido pasar de la melancolía a la malicia en cuanto
estuvieron sobre la mesa de los huéspedes.
—El rey del
futbolito —dijo Beatriz González, apoyando su meñique sobre el hule de la mesa—
. ¿Qué se va a servir?
Mario
mantuvo su mirada en los ojos de ella y durante medio minuto intentó que su
cerebro lo dotara de las informaciones mínimas para sobrevivir el trauma que lo
oprimía: quién soy, dónde estoy, cómo se respira, cómo se habla.
Aunque la
chica repitió «Qué se va a servir» tamborileando con todo el elenco de sus
frágiles dedos sobre la mesa, Mario Jiménez sólo atinó a perfeccionar su
silencio. Entonces, Beatriz González dirigió la imperativa mirada sobre su
acompañante, y emitió con una voz modulada por esa lengua que fulguraba entre
los abundantes dientes, una pregunta que en otras circunstancias Neruda hubiera
considerado como rutinaria:
—¿Y qué se
va a servir usted?
—Lo mismo
que él —respondió el vate.
Dos días más tarde, un
afanoso camión cubierto por afiches con la imagen del vate que rezaban «Neruda,
presidente» llegó a secuestrarlo de su refugio. El poeta resumió la impresión
en su diario: «La vida política vino como un trueno a sacarme de mis trabajos.
La multitud humana ha sido para mí la lección de mi vida. Puedo llegar a ella con
la inherente timidez del poeta, con el temor del tímido, pero, una vez en su
seno, me siento transfigurado. Soy parte de la esencial mayoría, soy una hoja
más del gran árbol humano».
Una mustia hoja de ese árbol
acudió a despedirlo: el cartero Mario Jiménez. No tuvo consuelo ni cuando el
poeta, tras abrazarlo, le obsequiara con cierta pompa la edición Losada en
papel biblia y dos volúmenes encuadernados en cuero rojo de sus Obras completas. No lo abandonó la desazón
tampoco al leer la dedicatoria que otrora hubiera superado su anhelo: «A mi
entrañable amigo y compañero Mario Jiménez, Pablo Neruda».
Vio partir el camión por
el sendero de tierra, y deseó que ese polvo que levantaba lo hubiera cubierto
definitivamente como a un robusto cadáver.
Por lealtad al poeta,
juró no quitarse la vida, sin antes haber leído cada una de esas tres mil
páginas. Las primeras cincuenta las despachó al pie del campanario, mientras el
mar, que tantas fulgurantes imágenes inspirara al poeta, lo distraía cual un
monótono consueta con el estribillo: «Beatriz González, Beatriz González».
Anduvo dos días merodeando
el mesón con los tres volúmenes amarrados a la parrilla de la bicicleta, y un
cuaderno marca Torre que adquirió en San Antonio, donde se propuso anotar las
eventuales imágenes que su trato con la torrencial lírica del maestro le
ayudara a concebir. En ese lapso, los pescadores lo vieron afanarse con el
lápiz, desfalleciente a las fauces del océano, sin saber que el muchacho
llenaba las hojas con deslavados círculos y triángulos, cuyo nulo contenido era
una radiografía de su imaginación. Bastaron esas pocas horas para que corriera
la voz en la caleta, que ausente Pablo Neruda de isla Negra, el cartero Mario
Jiménez se empeñaba en heredar su cetro. Profesionalmente ocupado de su
minucioso desconsuelo, no se percató de los chismes y pullas, hasta que una
tarde en que trajinaba las páginas finales de Estravagario sentado en, el mole, donde
los pescadores ofrecían sus mariscos, llegó una camioneta con altavoces que
proclamaba entre chirridos la consigna: «A parar al marxismo con el candidato
de Chile: Jorge Alessandri», matizada por otra no tan
ingeniosa, pero al menos cierta: “Un hombre con experiencia en el gobierno:
Jorge Alessandri Rodríguez». Del bullicioso vehículo descendieron dos hombres
vestidos de blanco, y se acercaron al grupo con sonrisas pletóricas, escasas en
las inmediaciones donde la carencia de dientes no favorecía esos derroches. Uno
de ellos era el diputado Labbé, representante de la derecha en la zona, quien
había prometido en la última campaña extender el servicio eléctrico hasta la
caleta, y que lentamente se iba acercando a cumplir su juramento como constaba
con la inauguración de un desconcertante semáforo —aunque con los tres colores
reglamentarios— en el cruce de tierra por donde transitaba el camión que
recogía pescados, la bicicleta Lagnano de Mario Jiménez, burros, perros y
aturdidas gallinas.
—Aquí
estamos, trabajando por Alessandri —dijo, mientras extendía volantes al grupo.
Los
pescadores los tomaron con la cortesía que dan los años de izquierda y
analfabetismo, miraron la foto del anciano ex mandatario, cuya expresión
calzaba con sus prácticas y prédicas austeras, y metieron la hoja en los
bolsillos de sus camisas. Sólo Mario se la extendió de vuelta.
—Yo voy a
votar por Neruda —dijo.
El diputado
Labbé extendió la sonrisa dedicada a Mario al grupo de pescadores. Todos se
quedaban prendados de la simpatía de Labbé. Alessandri mismo quizá lo sabía, y
por eso lo enviaba a hacerle campaña entre pescadores eruditos en anzuelos para
pescar, y en evitarlos para ser cazados.
—Neruda —repitió
Labbé, dando la impresión que las sílabas del nombre del vate recorrieran cada
uno de sus dientes—. Neruda es un gran poeta. Quizá el más grande de todos los
poetas. Pero, señores, francamente no lo veo como presidente de Chile.
Acosó con
el volante a Mario, diciéndole:
—Léelo,
hombre. A lo mejor te convences.
El cartero
se guardó el papel doblado en el bolsillo, mientras el diputado se
agachaba a remover las almejas de un canasto.
—¿A cuánto
tienes la docena?
—¡A ciento
cincuenta, para usted!
—¡Ciento
cincuenta! ¡Por ese precio, me tienes que garantizar que cada almeja trae una
perla!
Los
pescadores se rieron, contagiados por la naturalidad de Labbé; esa gracia que
tienen algunos ricos chilenos que crean un ambiente grato, allí donde se paran.
El diputado se levantó, con un par de pasos se distanció de Mario, y, llevando
ahora la simpatía de su áulica sonrisa casi hasta la bienaventuranza, le dijo en
voz lo bastante alta como para que nadie quedara sin escuchar:
—He oído que te ha dado por
la poesía. Dicen que le haces la competencia a Pablo Neruda.
Las carcajadas de los
pescadores explotaron tan rápidas como el rubor en su piel: se sintió atorado, atarugado,
asfixiado, turbado, atrofiado, tosco, zafio, encarnado, escarlata, carmesí,
bermejo, bermellón, púrpura, húmedo, abatido, aglutinado, final. Esta vez
acudieron palabras a su mente, pero fueron: «Quiero morirme».
Mas entonces, el diputado
con un gesto principesco le ordenó a su asistente que extrajera algo del
maletín de cuero. Lo que salió a brillar bajo el sol de la caleta fue un álbum
forrado en cuero azul con dos letras en polvo dorado, cuya noble textura casi
hacía palidecer el buen cuero de la edición Losada del vate.
Un hondo cariño alcanzó
hasta los ojos de Labbé al pasarle el álbum y decirle:
—Toma, muchacho. Para que
escribas tus poemas.
Lento y deliciosamente,
el rubor se fue borrando de su piel como si una fresca ola hubiera llegado a
salvarlo, y la brisa lo secara, y la vida fuera, sino bella, al menos
tolerable. Su primer respiro fue hondamente suspirado, y con una sonrisa
proletaria, pero no menos simpática que la de Labbé, dijo mientras sus dedos se
deslizaban por la pulida superficie de cuero azul:
—Gracias, señor Labbé.
§
Eran así de
satinadas las hojas del álbum, tan inmaculada su blancura, que Mario Jiménez
encontró un feliz pretexto para no escribir sus versos en ellas. Recién cuando
hubiera borroneado el cuaderno Torre de pruebas, tomaría la iniciativa de
desinfectarse las manos con jabón Flores de Pravia, y expurgaría sus metáforas
para transcribir sólo las mejores, con un bolígrafo verde como los que
extenuaba el vate. Su infertilidad creció en las semanas siguientes en proporción
contradictoria con su fama de poeta. Tanto se había divulgado su coqueteo con
las musas, que la voz llegó hasta el telegrafista, quien lo conminó a leer
algunos de sus versos en un acto político— cultural del Partido Socialista de
San Antonio. El cartero transó en recitar la Oda al viento de Neruda,
acontecimiento que le valió una pequeña ovación, y la requisitoria de que en
nuevas reuniones distrajera a militantes y simpatizantes con la «Oda al
caldillo de congrio». Muy ad hoc, el telegrafista se propuso organizar
la nueva velada entre los pescadores del puerto.
Ni sus
apariciones en público, ni la pereza que alentó el hecho de no tener cliente a
quien distribuirle la correspondencia, mitigaron el anhelo de abordar a Beatriz
González, quien perfeccionaba día a día su belleza ignorante del efecto que
estos progresos causaban en el cartero.
Cuando
finalmente éste hubo memorizado una cuota generosa de versos del vate y se
propuso administrarlos para seducirla, se dio de bruces con una institución temible
en Chile: las suegras. Una mañana en que disimuló pacientemente bajo el farol
de la esquina que la esperaba, cuando vio a Beatriz abrir la puerta de su casa,
y saltó hacia ella rezando su nombre, irrumpió la madre en escena, la cual lo
fichó como a un insecto y le dijo «buenos días» con un tono, que
inconfundiblemente significaba «desaparece».
Al día
siguiente, optando por una estrategia diplomática, en un momento en que su
adorada no estaba en la hostería, llegó hasta el bar, puso su bolsa sobre el mesón,
y pidió a la madre una botella de vino de excelente marca, que procedió a
deslizar entre cartas e impresos.
Tras
carraspear, dedicó una mirada a la hostería como si la viera por primera vez, y
dijo:
—Es lindo
este local.
La madre de
Beatriz, repuso cortésmente:
—Yo no le
he preguntado nada su opinión.
Mario clavó
la vista en su bolsa de cuero, con ganas de hundirse en ella y hacerle compañía
a la botella. Carraspeó nuevamente:
—Se le ha juntado mucha correspondencia
a Neruda. Yo la ando trayendo para que no se pierda.
La mujer se cruzó de
brazos y alzando su arisca nariz, dijo:
—Bueno, ¿y pa'qué me
cuenta todo eso? ¿O acaso quiere meterme conversa?
Estimulado por este
fraternal diálogo, en el crepúsculo del mismo día y cuando el sol naranja haría
las delicias de aprendices de bardos y enamorados, sin darse cuenta que la
madre de la muchacha le observaba desde el balcón de su casa, siguió los pasos
de Beatriz por la playa y a la altura de los roqueríos, con el corazón en la
mandíbula, le habló. Al comienzo con vehemencia, pero luego, como si él fuera
una marioneta y Neruda su ventrílocuo, logró una fluidez que permitió a las
imágenes tramarse con tal encanto, que la charla, o mejor dicho el recital, duró
hasta que la oscuridad fue perfecta.
Cuando Beatriz volvió del
roquerío directamente a la hostería, y levantó sonámbula de la mesa una botella
a medio consumir que dos pescadores aligeraban tarareando el bolero La vela de Roberto Lecaros, provocándoles
estupor, para luego avanzar con el mal habido licor hacia su casa, la madre se
dijo que era hora de cerrar, condonó el pago del frustrado consumo a sus
clientes, los acompañó hasta la puerta, y puso en acción el candado.
La encontró en la
habitación expuesta al viento otoñal, la mirada acosada por la oblicua luna
llena, la penumbra difusa sobre la colcha, la respiración alborotada.
—¿Qué haces? —le
preguntó.
—Estoy pensando.
De un manotazo accionó el
interruptor, y la luz agredió su rostro huido.
—Si estás pensando,
quiero ver qué cara pones cuando piensas. —Beatriz se cubrió los ojos con las
manos—. ¡Y con la ventana abierta en pleno otoño!
—Es mi pieza, mamá.
—Pero las cuentas del
médico las pago yo. Vamos a hablar claro, hijita. ¿Quién es él?
—Se llama Mario.
—¿Y qué hace?
—Es cartero.
—¿Cartero?
—¿Que no le vio el
bolsón?
—Claro que le vi el
bolsón. Y también vi para qué usó el bolsón. Para meter una botella de vino.
—Porque ya había
terminado el reparto.
—¿A quién le
lleva cartas?
—A don
Pablo.
—¿Neruda?
—Son
amigos, pues.
—¿Él te lo
dijo?
—Yo los vi
juntos. El otro día estuvieron conversando en la hostería.
—¿De qué
hablaron?
—De
política.
—¡Ah,
además es comunista!
—Mamá,
Neruda va a ser presidente de Chile.
—Mijita, si
usted confunde la poesía con la política, lueguito va a ser madre soltera. ¿Qué
te dijo?
Beatriz
tuvo la palabra en la punta de la lengua, pero la adobó algunos segundos con su
cálida saliva.
—Metáforas.
La madre se
aferró a la perilla del rústico catre de bronce, apretándola hasta convencerse
de que podía derretirla.
—¿Qué le
pasa mamá? ¿Qué se quedó pensando?
La mujer
vino al lado de la chica, se dejó desvanecer sobre el lecho, y con voz
desfalleciente, dijo:
—Nunca te
oí una palabra tan larga. ¿Qué «metáforas» te dijo?
—Me dijo...
Me dijo que mi sonrisa se extiende como una mariposa en mi rostro.
—¿Y qué
más?
—Bueno,
cuando dijo eso, yo me reí.
—¿Y
entonces?
—Entonces
dijo una cosa de mi risa. Dijo que mi risa era una rosa, una lanza que se desgrana,
un agua que estalla. Dijo que mi risa era una repentina ola de plata.
La mujer
humedeció con la lengua trémula sus labios.
—¿Y qué
hiciste entonces?
—Me quedé
callada.
—¿Y él?
—¿Qué más
me dijo?
—No,
mijita. ¡Qué más le hizo! Porque su cartero además de boca ha de tener manos.
—No me tocó
en ningún momento. Dijo que estaba feliz de estar tendido junto a una joven
pura, como a la orilla de un océano blanco.
—¿Y tú?
—Yo me
quedé callada pensando.
—¿Y él?
—Me dijo
que le gustaba cuando callaba porque estaba como ausente.
—¿Y tú?
—Yo lo
miré.
—¿Y él?
—El me miró
también. Y después dejó de mirarme a los ojos y se estuvo un largo rato
mirándome el pelo, sin decir nada, como si estuviera pensando. Y entonces me
dijo: «me falta tiempo para celebrar tus cabellos, uno por uno debo contarlos y
alabarlos».
La madre se puso de pie y
cruzó delante de su pecho las palmas de las manos, horizontales como los filos
de una guillotina.
—Mijita, no me cuente más.
Estamos frente a un caso muy peligroso. Todos los hombres que primero tocan con
la palabra, después llegan más lejos con las manos.
—¡Qué van a tener de malo
las palabras! —dijo Beatriz abrazándose a la almohada.
—No hay peor droga que el
bla-bla. Hace sentir a una mesonera de pueblo como una princesa veneciana. Y
después, cuando viene el momento de la verdad, la vuelta a la realidad, te das
cuenta de que las palabras son un cheque sin fondo. ¡Prefiero mil veces que un
borracho te toque el culo en el bar, a que te digan que una sonrisa tuya vuela
más alto que una mariposa!
—¡Se extiende como una mariposa! —saltó
Beatriz.
—¡Que vuele o que se
extienda da lo mismo! ¿Y sabes por qué? Porque detrás de las palabras no hay
nada. Son luces de bengala que se deshacen en el aire.
—Las palabras que me dijo
Mario no se han deshecho en el aire. Las sé de memoria y me gusta pensar en
ellas cuando trabajo.
—Ya me di cuenta. Mañana
haces tu maleta y te vas unos días donde tu tía en Santiago.
—No quiero.
—Tu opinión no me
importa. Esto se puso grave.
—¡Qué tiene de grave que
un cabro te hable! ¡A todas las chiquillas les pasa!
La madre hizo un nudo en
su chal.
—Primero, que se nota a
la legua que las cosas que te dice se las ha copiado a Neruda.
Beatriz dobló el cuello y
miró la pared como si se tratara del horizonte.
—¡No, mamá! Me miraba y
le salían palabras como pájaros de la boca.
—Como «pájaros de la
boca». ¡Esa misma noche haces tu maleta y partes a Santiago! ¿Sabes cómo se
llama cuando uno dice cosas de otro y lo oculta? ¡Plagio! Y tu Mario puede ir a
dar a la cárcel por andarte diciendo... ¡metáforas! Yo misma voy a telefonear
al poeta, y le voy a decir que el cartero le anda robando los versos.
—¡Cómo se le ocurre, ‘ñora,
que don Pablo va a andar preocupándose de eso! Es candidato a la presidencia de
la república, a lo mejor le dan el Premio Nobel, y usted le va a ir a
conventillear por un par de metáforas.
La mujer se
pasó el pulgar por la nariz igual que los boxeadores profesionales.
—«Un par de
metáforas.» ¿Te has visto como estás?
Agarró a la
chica de la oreja y la trajo hacia arriba, hasta que sus narices quedaron muy
juntas.
—¡Mamá!
—Estás
húmeda como una planta. Tienes una calentura, hija, que sólo se cura con dos
medicinas. Las cachas o los viajes. —Soltó el lóbulo de la muchacha, extrajo la
valija desde abajo del catre y la derramó sobre la colcha—. ¡Vaya haciendo su
maleta!
—¡No
pienso! ¡Me quedo!
—Mijita,
los ríos arrastran piedras y las palabras embarazos. ¡La maletita!
—Yo sé
cuidarme.
—¡Qué va a
saber cuidarse usted! Así como la estoy viendo acabaría con el roce de una uña.
Y acuérdese que yo leía a Neruda mucho antes que usted. No sabré yo que cuando
los hombres se calientan, hasta el hígado se les pone poético.
—Neruda es
una persona seria. ¡Va a ser presidente!
—Tratándose
de ir a la cama no hay ninguna diferencia entre un presidente, un cura o un
poeta comunista. ¿Sabes quién escribió «amo el amor de los marineros que besan
y se van. Dejan una promesa, no vuelven nunca más»?
—¡Neruda!
—¡Claro, pu',
Neruda! ¿Y te quedas tan chicha fresca?
—¡Yo no
armaría tanto escándalo por un beso!
—Por el
beso no, pero el beso es la chispa que arma el incendio. Y aquí tienes otro
verso de Neruda: «Amo el amor que se reparte, en besos, lecho y pan». O
sea, mijita, hablando en plata, la cosa es hasta con desayuno en la cama.
—¡Mamá! .
—Y después
su cartero le va a recitar el inmortal poema nerudiano que yo escribí en mi
álbum, cuando tenía su misma edad, señorita: «Yo no lo quiero, amada, para que
nada nos amarre, para que no nos una nada».
—Eso no lo
entendí.
La madre
fue armando con sus manos un imaginario globito que comenzaba a inflarse sobre
su ombligo, alcanzaba su cenit a la altura del vientre, y declinaba al inicio de
los muslos. Este fluido movimiento lo acompañó sincopando el verso en cada una
de sus sílabas: «Yo-no-lo-quie-ro a-ma-da pa-ra que na-da nos a-ma-rre pa-ra
que no nos u-na na-da».
Perpleja la
chica terminó de seguir el turgente desplazamiento de los dedos de su madre y
entonces, inspirada en la señal de viudez alrededor del anular de su mano,
preguntó con la voz de un pajarito:
—¿El anillo?
La mujer había jurado no
llorar más en su vida después de la muerte de su legítimo marido y padre de
Beatriz, hasta que hubiera otro difunto tan querido en la familia. Mas esta
vez, por lo menos una lágrima pugnó por saltarle de sus córneas.
—Sí, mijita. El anillo.
Haga su maletita tranquilita, no más.
La muchacha mordió la
almohada, y después, mostrando que esos dientes, aparte de seducir, podían
deshilachar tanto telas como carnes, vociferó:
—¡Esto es ridículo!
¡Porque un hombre me dijo que la sonrisa me aleteaba en la cara como una
mariposa, tengo que irme a Santiago!
—¡No sea pajarona! —reventó
también la madre—. ¡Ahora
tu sonrisa
es una mariposa, pero mañana tus tetas van a ser dos palomas que quieren ser
arrulladas, tus pezones van a ser dos jugosas frambuesas, tu lengua va a ser la
tibia alfombra de los dioses, tu culo va a ser el velamen de un navío, y la
cosa que ahora te humea entre las piernas va a ser el horno azabache donde se
forja el erguido metal de la raza! ¡Buenas noches!
§
Una semana
anduvo Mario con las metáforas atragantadas en la garganta. Beatriz, o estaba
presa en su habitación, o salía a hacer las compras o a pasear hasta las rocas
con las garras de la madre en su antebrazo. Las seguía a mucha distancia
escamoteándose entre las dunas, con la certidumbre de que su presencia era una
roca sobre la nuca de la señora. Cada vez que la chica se daba vuelta, la mujer
la enderezaba con un tirón de orejas, no por protector menos doloroso.
Por las
tardes, oía inconsolable La vela desde las afueras de la hostería, con
la esperanza de que alguna sombra se la trajera en esa minifalda que hasta alturas
soñaba levantar con la punta de su lengua. Con mística juvenil, decidió no
aliviar mediante ningún arte manual la fiel y creciente erección que disimulaba
bajo los volúmenes del vate por el día, y que se prohibía hasta la tortura por
las noches. Se imaginaba, con perdonable romanticismo, que cada metáfora
acuñada, cada suspiro, cada anticipo de la lengua de ella en sus lóbulos, entre
sus piernas, era una fuerza cósmica que nutría su esperma. Con hectolitros de
esa mejorada sustancia haría levitar de dicha a Beatriz González, el día en que
Dios se decidiera a probar que existía poniéndola en sus brazos, ya fuera vía
infarto de miocardio de la madre o rapto famélico.
Fue el
domingo de esa semana cuando el mismo camión rojo que se había llevado a Neruda
dos meses antes, lo trajo de vuelta a su refugio de isla Negra. Sólo que ahora,
el vehículo venía forrado en carteles de un hombre con rostro de padre severo,
pero con tierno y noble pecho de palomo. Debajo de cada uno de ellos, decía su
nombre: Salvador Allende.
Los
pescadores comenzaron a correr tras el camión, y Mario probó con ellos sus
escasas dotes de atleta. En el portón de la casa, Neruda, el poncho doblado
sobre el hombro, y su clásico jockey, improvisó un breve discurso que a Mario
le pareció eterno:
—Mi
candidatura agarró fuego —dijo el vate, oliendo el aroma de ese mar que también
era su casa—. No había sitio donde no me solicitaran. Llegué a enternecerme
ante aquellos centenares de hombres y mujeres del pueblo que me estrujaban,
besaban y lloraban. A todos ellos les hablaba o les leía mis poemas. A plena
lluvia, a veces, en el barro de calles y caminos. Bajo el viento austral que
hace tiritar a la gente. Me estaba entusiasmando. Cada vez asistía más gente a
mis concentraciones. Cada vez acudían más mujeres.
Los
pescadores rieron.
—Con
fascinación y terror comencé a pensar qué iba a hacer yo, si salía elegido
presidente de la república. Entonces llegó la buena noticia. —El poeta extendió
su brazo señalando los carteles sobre el camión—. Allende surgió como candidato
único de todas las fuerzas de la Unidad Popular. Previa aceptación de mi
partido, presenté rápidamente la renuncia a mi candidatura. Ante una inmensa y
alegre multitud, hablé yo para renunciar y Allende para postularse.
Su auditorio aplaudió con
una fuerza superior al número allí congregado, y cuando Neruda descendió de la
pisadera, ávido de reencontrarse con su escritorio, caracoles, versos
interrumpidos y mascarones de proa, Mario lo abordó con dos palabras que
sonaron como una súplica.
—Don Pablo...
El poeta hizo un sutil
movimiento, digno de torero, y evadió al muchacho.
—Mañana —le dijo—,
mañana.
Esa noche el cartero
entretuvo su insomnio contando estrellas, mascándose las uñas, apurando un
áspero vino tinto y rascándose las mejillas.
Cuando al día siguiente
el telegrafista presenció el espectáculo de sus restos mortales, antes de
entregarle la correspondencia del vate, apiadose, y le confidenció el único
alivio realista que pudo pergeñar:
—Beatriz es ahora una
belleza. Pero dentro de cincuenta años será una vieja. Consuélate con ese
pensamiento.
Enseguida le extendió el
paquete con el correo, y al soltar el elástico que lo ataba, una carta llamó de
tal manera la atención del muchacho, que otra vez abandonó el resto sobre el
mesón.
Encontró al poeta
ambientándose con un opíparo desayuno en la terraza, mientras las gaviotas
revoloteaban aturdidas por el reflejo del sol tajante sobré el mar.
—Don Pablo —sentenció con
voz trascendente— le traigo una carta.
El poeta
saboreó un sorbo de su penetrante café y levantó los hombros.
—Siendo tú
cartero, no me extraña.
—Como amigo,
vecino y compañero, le pido que me la abra y me la lea.
—¿Qué te lea
una carta mía?
—Sí, porque
es de la madre de Beatriz.
Se la extendió sobre la
mesa, filuda como una daga.
—¿La madre de Beatriz me
escribe a mí? Aquí hay gato encerrado. Y a propósito, recuerdo mi Oda al gato.
Aún pienso que hay tres imágenes rescatables. El gato como mínimo tigre de
salón, como la policía secreta de las habitaciones, y como el sultán de las
tejas eróticas.
—Poeta, hoy no estoy para
metáforas. La carta, por favor.
Al rasgar el sobre con el
cuchillo de la mantequilla, procedió con tan voluntaria impericia, que la
operación excedió el minuto. «Tiene razón la gente, cuando dice que la venganza
es el placer de los dioses», pensó, mientras se detenía
a estudiar el sello estampado sobre la carátula, considerando cada rizo de la
barba del prócer que lo animaba, y simulaba descifrar el inescrutable timbre de
la oficina de correos de San Antonio, partiendo una crujiente miga de pan que
se había impregnado al remitente. Ningún maestro del cine policial habría
puesto al cartero en semejante suspenso. Huérfano de uñas, se mordió una por
una las yemas de los dedos.
El poeta comenzó a leer el mensaje con el mismo sonsonete con
que dramatizaba sus versos:
Estimado
don Pablo. Quien le escribe es Rosa, viuda de González, nueva concesionaria de
la hostería de la caleta, admiradora de su poesía, y simpatizante
democrata-cristiana. Aunque no hubiera votado por usted, ni votaré por Allende
en las próximas elecciones, le pido como madre, como chilena, y como vecina de
isla Negra, una cita urgente para hablar con usted...
A partir de
este momento, más el estupor que la malicia hizo que el vate leyera las últimas
líneas en silencio. La súbita gravedad de su rostro hizo sangrar la cutícula
del meñique del cartero. Neruda procedió a doblar la carta, ensartó al muchacho
con su mirada y terminó de memoria:
—«... sobre
un tal Mario Jiménez, seductor de menores. Sin otro particular, saluda
atentamente a usted. Rosa, viuda de González.»
Se puso de
pie con íntima convicción:
—Compañero
Mario Jiménez, en esta cueva yo no me meto dijo el conejo.
Mario lo
persiguió hasta su sala abrumada de caracoles, libros y mascarones de proa.
—No me
puede dejar botado, don Pablo. Hable con la señora y pídale que no sea loca.
—Hijo, yo
soy poeta nada más. No domino el eximio arte de destripar suegras.
—Usted
tiene que ayudarme porque usted mismo escribió: «No me gusta la casa sin
tejado, la ventana sin vidrios. No me gusta el día sin trabajo y la noche sin
sueño. No me gusta el hombre sin mujer, ni la mujer sin hombre. Yo quiero que
las vidas se integren encendiendo los besos hasta ahora apagados. Yo soy el
buen poeta casamentero». ¡Supongo que ahora no me dirá que este poema es un
cheque sin fondos!
Dos
oleajes, uno de palidez y otro de asombro, parecieron treparle desde el hígado
hasta los ojos. Humedeciéndose los labios, repentinamente secos, disparó:
—Según tu
lógica, a Shakespeare habría que meterlo preso por el asesinato del padre de
Hamlet. Si el pobre Shakespeare no hubiera escrito la tragedia, seguro que al
padre no le pasaba nada.
—Por favor,
poeta, no me enrede más de lo que estoy. Lo que yo quiero es muy simple. Hable
con la señora, y pídale que me deje ver a Beatriz.
—¿Y con eso
te declaras feliz?
—Feliz.
—¿Si ella
te permite ver a la muchacha, me dejas en paz?
—Por lo
menos, hasta mañana. Algo es algo. Vamos a telefonearle.
—¿Ahora
mismo?
—Al tiro.
Levantando
el fono, el vate saboreó los inconmensurables ojos del muchacho.
—Desde
aquí, siento que el corazón te ladra como un perro. Sujétatelo con la mano,
hombre.
—No puedo.
—Bien, dame
el número de la hostería.
—«Uno.»
—Te debe
haber costado un mundo memorizarlo.
Tras
marcar, el cartero debió sufrir otra larga pausa antes de que el poeta hablara.
—¿Doña Rosa
viuda de González? —A sus órdenes. —Aquí le habla Pablo Neruda. El vate hizo
algo que en general le incomodaba: pronunció su propio nombre imitando a un
animador de televisión, que presenta a la estrella de moda. Mas, tanto la carta
como las primeras escaramuzas con la voz de esa mujer le hacían intuir que era
preciso acceder incluso a la impudicia, con tal de rescatar a su cartero del
coma. Sin embargo, el efecto que su epónimo nombre solía ejercer, mereció de la
viuda apenas un escueto:
—Ajá.
—Quería
agradecerle su amable cartita.
—No tiene
que agradecerme nada, señor. Quiero hablar con usted inmediatamente.
—Dígame,
doña Rosa.
—¡Personalmente!
—¿Y dónde?
—Donde
mande.
Neruda se
concedió una tregua para pensar y dijo cauteloso:
—Entonces,
en mi casa.
—Voy.
Antes de
colgar, el poeta sacudió el fono como si quisiera ahuyentar algún resto de la
voz de la mujer que se hubiera quedado dentro.
—¿Qué dijo? —suplicó
Mario.
—«Voy.»
Neruda se
sobó las manos, y cerrando resignado el cuaderno que se proponía llenar con
verdes metáforas en su primer día de isla Negra, tuvo la magnificencia de darle
al muchacho el ánimo que él mismo necesitaba:
—Por lo
menos aquí jugamos de local, muchacho.
Fue hasta
el tocadiscos, y, alzando un dedo súbitamente dichoso, proclamó:
—Te traje
de Santiago un regalo muy especial. «El himno oficial de los carteros.»
Junto a
estas palabras, la música de Mister Postman a cargo de los Beatles se
expandió por la sala desestabilizando los mascarones de proa, volteando los
veleros dentro de las botellas, haciendo chirriar los dientes de las máscaras
africanas, despetrificando los adoquines, estriando la madera, amotinando las
filigranas de las sillas artesanales, resucitando los amigos muertos inscritos
en las vigas bajo el techo, haciendo humear las pipas largamente apagadas,
guitarrear las panzudas cerámicas de Quinchamali, desprender perfumes a las cocottes
de la belle époque que empapelaban los muros, galopar al caballo
azul, y pitear la larga y vetusta locomotora arrancada de un poema de Whitman.
Y cuando el
poeta le puso la carátula del disco en sus brazos, como entregándole la
custodia de un recién nacido, y principió a bailar agitando sus lentos brazos
de pelícano igual que los desmelenados campeones de los bailoteos de barrio,
marcando el ritmo con esas piernas, que frecuentaron la tibieza de muslos de
amantes exóticas o pueblerinas y que pisaron todos los caminos posibles de la
tierra y aquellos inventados por su propia prosapia, dulcificando los golpes de
la batería con la trabajosa pero decantada orfebrería de los años, Mario supo
que vivía ahora un sueño: eran los prolegómenos de un ángel, la promesa de una
gloria cercana, el ritual de una anunciación que le traería a sus brazos y a
sus labios salados y sedientos la bulliciosa saliva de la amada. Un angelote de
túnica en llamas —con la dulzura y parsimonia del poeta— le aseguraba unas
prontas nupcias. Su rostro se engalanó con esa fresca alegría, y la esquiva
sonrisa reapareció con la simplicidad de un pan sobre la mesa cotidiana. «Si un
día muero —se dijo—, quiero que el cielo sea como este instante.»
Pero los
trenes que conducen al paraíso son siempre locales y se enredan en estaciones
húmedas y sofocantes. Sólo son expresos aquellos que viajan al infierno. Ese
mismo ardor le sublevó las venas, al ver avanzar detrás de los ventanales a
doña Rosa viuda de González accionando su cuerpo y pies enlutados, con la
decisión de una metralleta. El poeta juzgó atinado escamotear al cartero tras
una cortina, y luego, girando sobre sus talones, desprendió elegantemente su jockey
ofreciéndole con un brazo a la señora el más muelle de sus sillones. La viuda,
en cambio, rechazó la invitación y abrió ambas piernas. Dilatando su oprimido
diafragma, puso de lado los rodeos:
—Lo que tengo que decirle
es muy grave para hablar sentada.
—¿De qué se trata,
señora?
—Desde hace algunos meses
merodea mi hostería ese tal Mario Jiménez. Este señor se ha insolentado con mi
hija de apenas dieciséis años.
—¿Qué le ha dicho?
La viuda escupió
entre los dientes:
—Metáforas.
El poeta
tragó saliva.
—¿Y?
—¡Que con las metáforas;
pues don Pablo, tiene a mi hija más caliente que una termita!
—Es invierno, doña Rosa.
—Mi pobre Beatriz se está consumiendo entera por ese cartero. Un
hombre cuyo único capital son los hongos entre los dedos de sus pies
trajinados. Pero si sus pies bullen de microbios, su boca tiene la frescura de
una lechuga y es enredosa como un alea. Y lo más grave, don Pablo, es que las
metáforas para seducir a mi niñita las ha copiado descaradamente de sus libros.
—¡No!
—¡Sí! Comenzó
inocentemente hablando de una sonrisa que era una mariposa. ¡Pero después ya le
dijo que su pecho era un fuego de dos llamas!
—¿Y la imagen empleada,
usted cree que fue visual o táctil? —inquirió el vate.
—Táctil —repuso la viuda—.
Ahora le prohibí salir de la casa hasta que el señor Jiménez escampe. Usted
encontrará cruel que la aísle de esta manera, pero fíjese que le pillé
chanchito este poema en medio del sostén.
—¿Chamuscado en medio del
sostén?
La mujer desentrañó una indudable hoja de papel matemáticas marca
Torre de su propio regazo, y la anunció cual acta judicial, subrayando el
vocablo desnuda con sagacidad detectivesca:
Desnuda eres tan simple como una
de tus manos,
lisa, terrestre, mínima,
redonda, transparente,
tienes líneas de luna,
caminos de manzana,
desnuda eres delgada como el
trigo desnudo.
Desnuda eres azul como la noche
en Cuba,
tienes
enredaderas y estrellas en el pelo.
Desnuda eres enorme y amarilla
como el verano en una iglesia de oro.
Estrujando
el texto con repulsa, lo sepultó de vuelta en el delantal, y concluyó:
—¡Es decir,
señor Neruda, que el cartero ha visto a mi hija en pelotas!
El poeta
lamentó en ese momento haber suscrito la doctrina materialista de la
interpretación del universo, pues tuvo urgencia de pedir misericordia al Señor.
Encogido, arriesgó una glosa sin la prestancia de esos abogados, que, como
Charles Laughton, convencían hasta al muerto que aún no era cadáver:
—Yo diría,
señora Rosa, que del poema no se concluye necesariamente el hecho.
La viuda
escrutó al poeta con un desprecio infinito:
—Diecisiete
años que la conozco, más nueve meses que la llevé en este vientre. El poema no
miente, don Pablo: exactamente así, corno dice el poema, es mi niñita cuando
está desnuda.
«Dios mío»,
rogó el poeta, sin que le salieran las palabras.
—Yo le
imploro a usted —expuso la mujer—, en quien se inspira y confía, que le ordene
a ese tal Mario Jiménez, cartero y plagiario, que se abstenga desde hoy y para
toda la vida de ver a mi hija. Y dígale que si así no lo hiciese, yo misma, personalmente,
me encargaré de arrancarle los ojos como al otro carterito ese, el fresco de
Miguel Strogoff.
Pese a que
la viuda se había retirado, de alguna manera seis partículas quedaron
vibrátiles en el aire. El vate dijo «hasta luego», se puso el jockey, y manoteó
la cortina tras la cual se ocultaba el cartero.
—Mario
Jiménez —dijo sin mirarlo—, estás pálido como un saco de harina.
El muchacho
lo siguió hasta la terraza, donde el poeta trató de aspirar hondo el viento del
mar.
—Don Pablo,
si por fuera estoy pálido por dentro estoy lívido.
—No son los
adjetivos los que van a salvarte de los hierros candentes de la viuda González.
Ya te veo repartiendo cartas con un bastón blanco, un perro negro, y con las
cuencas de tus ojos tan vacías como alcancía de mendigo.
—¡Si no la
puedo ver a ella, para qué quiero mis ojos!
—¡Maestro,
por muy desesperado que esté, en esta casa le permito que intente poemas pero
no que me cante boleros! Esta señora González tal vez no cumpla su amenaza,
pero si la lleva a cabo, podrás repetir con toda propiedad el cliché de que tu
vida es oscura como la boca de un lobo.
—Si me hace
algo, irá a la cárcel.
El vate
practicó un semicírculo teatral por la espalda del chico, con la insidia con
que Yago trajinaba los lóbulos de Otelo:
—Un par de horas, y
después la pondrán en libertad incondicional. Alegará que procedió en defensa
propia. Dirá en su descargo que atacaste la virginidad de su pupila con arma
blanca: una metáfora cantarina corno un puñal, incisiva como un canino,
desgarradora como un himen. La poesía con su saliva bulliciosa habrá dejado su
huella en los pezones de la novia. Por mucho menos que eso, a François Villon
lo colgaron de un árbol y la sangre le brotaba como rosas del cuello.
Mario sintió sus ojos
húmedos, y la voz le salió también mojada:
—No me importa que esa
mujer me rasgue con una navaja cada uno de mis huesos.
—Lástima no tener un trío
de guitarristas para que te hagan «tu-ru-ru-ru».
—Lo que me duele es no
poder verla a ella —prosiguió absorto el cartero—. Sus labios de cereza y sus
ojos lentos y enlutados, como si se los hubieran hecho la misma noche. ¡No
poder oler esa tibieza que emana!
—A juzgar por lo que
cuenta la vieja, más que tibia, flamígera.
—¿Por qué su madre me
ahuyenta? Si yo quiero casarme con ella.
—Según doña Rosa, aparte
de la mugre de tus uñas, no tienes otros ahorros.
—Pero estoy joven y sano.
Tengo dos pulmones con más fuelle que un acordeón.
—Pero sólo los usas para
suspirar por Beatriz González. Ya te sale un sonido asmático como de sirena de
un barco fantasma.
—¡Ja! Con estos pulmones
podría soplar las velas de una fragata hasta Australia.
—Hijo, si sigues
padeciendo por la señorita González, de aquí a un mes no tendrás fuelle ni para
apagar las velitas de tu torta de cumpleaños.
—Bueno, ¿entonces qué
hago? —estalló Mario.
—¡Antes que
nada no me grites, porque no soy sordo!
—Perdón, don
Pablo.
Tomándole del brazo,
Neruda le ilustró el camino.
—Segundo, te vas a tu
casa a dormir una siesta. Tienes unas ojeras más hondas que plato de sopa.
—Hace una semana que no
pego los ojos. Los pescadores me dicen «el búho».
Y dentro de otra semana
te van a poner en ese chaleco de madera llamado cariñosamente ataúd. Mario
Jiménez, esta conversación es más larga que tren de carga. Hasta luego.
Habían alcanzado el
portón y lo abrió con gesto rotundo. Pero hasta la barbilla de Mario se puso
pétrea cuando fue empujado levemente hacia el camino.
—Poeta y compañero dijo
decidido—. Usted me metió en este lío, y usted de aquí me saca.
Usted me regaló sus libros, me enseñó a usar la lengua para algo más que pegar
estampillas. Usted tiene la culpa de que yo me haya enamorado.
—¡No,
señor! Una cosa es que yo te haya regalado un par de mis libros, y otra bien
distinta es que te haya autorizado a plagiarlos. Además, le regalaste el poema
que yo escribí para Matilde.
—¡La poesía
no es de quien la escribe, sino de quien la usa!
—Me alegra
mucho la frase tan democrática., pero no llevemos la democracia al extremo de
someter a votación dentro de la familia quién es el padre.
En un
arrebato, el cartero abrió su bolsón y extrajo una botella de vino de la marca
predilecta del poeta. El vate no pudo evitar que a la sonrisa siguiera una
ternura muy semejante a la compasión. Avanzaron hasta la sala, levantó el fono
y discó.
—¿Señora
Rosa viuda de González? Le habla otra vez Pablo Neruda.
Aunque
Mario quiso oír la réplica por el auricular, ésta sólo alcanzó el sufrido
tímpano del poeta.
—«Y aunque
fuera Jesús con sus doce apóstoles. El cartero Mario Jiménez jamás entrará en
esta casa.»
Acariciándose
el lóbulo, Neruda hizo vagar su mirada hacia el cenit.
—Don Pablo,
¿qué le pasa?
—Nada,
hombre, nada. Sólo que ahora sé lo que siente un boxeador cuando lo noquean al
primer round.
§
La noche del cuatro de
septiembre, una noticia mareadora giró por el mundo: Salvador Allende había
ganado las elecciones en Chile, como el primer marxista votado
democráticamente.
La hostería de doña Rosa
se vio en pocos minutos desbordada por pescadores, turistas primaverales,
colegiales con licencia para hacer la cimarra al día siguiente y por el poeta
Pablo Neruda, quien, con estrategia de estadista, abandonó su refugio sorteando
los telefonazos de larga distancia de las agencias internacionales que querían
entrevistarlo. El augurio de días mejores hizo que el dinero de los clientes
fuera administrado con ligereza, y Rosa no tuvo más remedio que librar del
cautiverio a Beatriz, para que la asistiera en la celebración.
Mario Jiménez se mantuvo
a imprudente distancia. Cuando el telegrafista desmontó de su impreciso Ford 40
uniéndose a la fiesta, el cartero lo asaltó con una misión que la euforia
política de su jefe recibió con benevolencia. Se trataba de un pequeño acto de
celestinaje consistente en susurrarle a Beatriz, cuando las circunstancias lo
permitieran, que él la esperaba en el cercano galpón donde se guardaban los
aparejos de pesca.
El momento crucial se
produjo cuando sorpresivamente el diputado Labbé hizo su entrada al local, con
un terno blanco como su sonrisa, y, avanzando en medio de las pullas de los
pescadores que le chistaban «sácate la cola» hasta el mesón donde Neruda
aligeraba unas copas, le dijo con un gesto versallesco:
—Don Pablo, las reglas de
la democracia son así. Hay que saber perder. Los vencidos saludan a los
vencedores.
—Salud entonces, diputado
—replicó Neruda, ofreciéndole un vino y levantando su propio vaso para chocarlo
con el de Labbé. La concurrencia aplaudió, los pescadores gritaron «Viva
Allende», luego «Viva Neruda», y el telegrafista administró con sigilo el
mensaje de Mario, casi untando con sus labios el sensual lóbulo de la muchacha.
Desprendiéndose del
chuico de vino y el delantal, la chica recogió un huevo del mesón, y fue
avanzando descalza bajo los faroles de esa noche estrellada a la cita.
Al abrir la puerta del galpón,
supo distinguir entre las confusas redes al cartero sentado sobre un banquillo
de zapatero, el rostro azotado por la luz naranja de una lamparilla de
petróleo. A su vez, Mario pudo identificar, convocando la misma emoción de
entonces, la precisa minifalda y la estrecha blusa de aquel primer encuentro
junto a la mesa del futbolito. Como concertados con su recuerdo, la muchacha alzó el
oval y frágil huevo, y tras cerrar con el pie la puerta, lo puso cerca de sus
labios. Bajándolo un poco hacia sus senos lo deslizó siguiendo el palpitante
bulto con los dedos danzarines, lo resbaló sobre su terso estómago, lo trajo
hasta el vientre, lo escurrió sobre su sexo, lo ocultó en medio del triángulo
de sus piernas, entibiándolo instantáneamente, y entonces clavó una mirada
caliente en los ojos de Mario. Éste hizo ademán de levantarse, pero la muchacha
lo contuvo con un gesto. Puso el huevo sobre la frente, lo pasó sobre su
cobriza superficie, lo montó sobre el tabique de la nariz y al alcanzar los
labios se lo metió en la boca afirmándolo entre los dientes.
Mario supo
en ese mismo instante, que la erección con tanta fidelidad sostenida durante
meses era una pequeña colina en comparación con la cordillera que emergía desde
su pubis, con el volcán de nada metafórica lava que comenzaba a desenfrenar su
sangre, a turbarle la mirada, y a transformar hasta su saliva en una especie de
esperma. Beatriz le indicó que se arrodillara. Aunque el suelo era de tosca
madera, le pareció una principesca alfombra, cuando la chica casi levitó hacia
él y se puso a su lado.
Un ademán
de sus manos le ilustró que tenía que poner las suyas en canastilla. Si alguna
vez obedecer le había resultado intragable, ahora sólo anhelaba la esclavitud.
La muchacha se combó hacia atrás y el huevo, cual un ínfimo equilibrista,
recorrió cada centímetro de la tela de su blusa y falda hasta irse a apañar en
las palmas de Mario. Levantó la vista hacia Beatriz y vio su lengua hecha una
llamarada entre los dientes, sus ojos turbiamente decididos, las cejas en acecho
esperando la iniciativa del muchacho. Mario levantó delicadamente un tramo el
huevo, cual si estuviera a punto de empollar. Lo puso sobre el vientre de la
muchacha y con una sonrisa de prestidigitador lo hizo patinar sobre sus ancas,
marcó con él perezosamente la línea del culo, lo digitó hasta el costado
derecho, en tanto Beatriz, con la boca entreabierta, seguía con el vientre y
las caderas sus pulsaciones. Cuando el huevo hubo completado su órbita el joven
lo retornó por el arco del vientre, lo encorvó sobre la abertura de los senos,
y alzándose junto con él, lo hizo recalar en el cuello. Beatriz bajó la
barbilla y lo retuvo allí con una sonrisa que era más una orden que una
cordialidad. Entonces Mario avanzó con su boca hasta el huevo, lo prendió entre
los dientes, y apartándose, esperó que ella viniera a rescatarlo de sus labios
con su propia boca. Al sentir por encima de la cáscara rozar la carne de ella,
su boca dejó que la delicia lo desbordara. El primer tramo de su piel que
untaba, que ungía, era aquel que en sus sueños ella cedía como el último
bastión de un acoso que contemplaba lamer cada uno de sus poros, el más tenue
pelillo de sus brazos, la sedosa caída de sus párpados, el vertiginoso declive
de su cuello.
Era el tiempo de la cosecha, el amor había madurado espeso y duro en su
esqueleto, las palabras volvían a sus raíces. Este momento, se dijo, éste, este
momento, este este este este este momento, este este este momento, éste. Cerró
los ojos cuando ella retiraba el huevo con su boca. A oscuras la cubrió por la
espalda mientras en su mente una explosión de peces destellantes brotaban en un
océano calmo. Una luna inconmensurable lo bañaba, y tuvo la certeza de
comprender, con su saliva sobre esa nuca, lo que era el infinito. Llegó al otro
flanco de su amada, y una vez más prendió el huevo entre los dientes. Y ahora,
como si ambos estuvieran danzando al compás de una música secreta, ella
entreabrió el escote de su blusa y Mario hizo resbalar el huevo entre sus
tetas. Beatriz desprendió su cinturón, levantó la asfixiante prenda, y el huevo
fue a reventar al suelo, cuando la chica tiró de la blusa sobre su cabeza y
expuso el dorso dorado por la lámpara de petróleo. Mario le bajó la trabajosa
minifalda y cuando la fragante vegetación de su chucha halagó su acechante
nariz, no tuvo otra inspiración que untarla con la punta de su lengua. En ese
preciso instante, Beatriz emitió un grito nutrido de jadeo, de sollozo, de
derroche, de garganta, de música, de fiebre, que se prolongó unos segundos, en
que su cuerpo entero tembló hasta desvanecerse. Se dejó resbalar hasta la
madera del piso, y después de colocarle un sigiloso dedo sobre el labio que la
había lamido, lo trajo húmedo hasta la rústica tela del pantalón del muchacho,
y palpando el grosor de su pico, le dijo con voz ronca:
—Me hiciste
acabar, tonto.
§
La boda
tuvo lugar dos meses después —expresión del telegrafista— de que se hubiera
abierto el marcador. Rosa viuda de González, tallada en maternal perspicacia no
pasó por alto que las lides, a partir de la regocijada inauguración del
campeonato, empezaban a tener lugar en enfrentamientos matutinos, diurnos y
nocturnos. La palidez del cartero se acentuó y no precisamente por los
resfríos, de los cuales parecía haberse curado por obra de magia. Beatriz
González, por su parte, según el cuaderno del cartero y testigos espontáneos,
florecía, irradiaba, destellaba, resplandecía, fulguraba, rutilaba y levitaba.
De modo que cuando un sábado por la noche, Mario Jiménez se hizo presente en la
hostería a pedir la mano de la muchacha con la honda convicción de que su
idilio sería tronchado por un escopetazo de la viuda que le volaría tanto la
florida lengua cuanto los íntimos sesos, Rosa viuda de González, adiestrada en
la filosofía del pragmatismo abrió una botella de champagne Valdivieso semisec,
sirvió tres vasos que se rebalsaron de espuma, y dio curso a la petición del
cartero sin una mueca, pero con una frase que reemplazó a la temida bala: «A lo
hecho, pecho».
Esta
consigna tuvo una suerte de colofón en la misma puerta de la iglesia, donde iba
a santificarse lo irreparable, cuando el telegrafista, erudito en
indiscreciones, miró el traje azul de tela inglesa de Neruda y exclamó
cachondo:
—Se lo ve
muy elegante, poeta.
Neruda se
ajustó el nudo de la corbata de seda italiana, y dijo con marcada nonchalance:
—Es que
estoy en ensayo general. Allende me acaba de nombrar embajador en París.
La viuda de
González recorrió la geografía de Neruda, desde su calvicie hasta las zapatos
de festivo brillo, y dijo:
—¡Pájaro
que come, se vuela!
Mientras
avanzaban por el pasillo hacia el altar, Neruda le confidenció a Mario una
intuición.
—Mucho me
temo, muchacho, que la viuda González está decidida a enfrentar la guerra de
las metáforas con una artillería de refranes.
La
fiesta fue breve por dos motivos. El egregio padrino tenía taxi en la puerta
para transportarlo al aeropuerto, y los jóvenes esposos alguna prisa para
debutar en la legalidad tras meses de clandestinaje. El padre de Mario, no
obstante, se las amañó para infiltrar en el tocadiscos Un vals para jazmín de
Tito Fernández el Temucano, mediante el cual echó un
recio lagrimón evocando a su difunta esposa que «desde el cielo mira este día
de dicha de Marito» y trajo a la pista de baile a doña Rosa, la cual se abstuvo
de frases históricas mientras giraba en los brazos de ese hombre «pobre, pero
honrado».
Los esfuerzos del cartero
tendientes a conseguir que Neruda danzara una vez más Wait a minute, Mr.
Postman por los Beatles, fracasaron. El poeta ya se sentía en misión
oficial y no incurrió en deslices que pudieran alentar a la prensa de la
oposición, que, a tres meses de gobierno de Allende, ya hablaban de un
estrepitoso fracaso.
El telegrafista no sólo
declaró la semana entrante feriado para su súbdito Mario Jiménez, sino que
además lo liberó de asistir a las reuniones políticas donde se organizaba a las
bases para movilizar las iniciativas del gobierno popular. «No se puede tener
al mismo tiempo el pájaro en la jaula y la cabeza en la patria», proclamó con
inhabitual riqueza metafórica.
Las escenas vividas en el
rústico lecho de Beatriz durante los meses siguientes hicieron sentir a Mario
que todo lo gozado hasta entonces era una pálida sinopsis del film, que ahora
se ofrecía en la pantalla oficial en Cinerama y technicolor. La piel de la
muchacha nunca se agotaba y cada tramo, cada poro, cada pliegue, cada vello,
incluso cada rulo de su pubis, le parecía un nuevo sabor.
Al cuarto mes de estas
deliciosas prácticas, Rosa viuda de González irrumpió una mañana en la
habitación del matrimonio, tras haber aguardado con discreción el último gorjeo
del orgasmo de su niña, y, sacudiendo las sábanas sin preámbulos, tiró al suelo
los eróticos cuerpos que la cubrían. Dijo sólo una frase, que Mario oyó con terror
tapándose lo que le colgaba entre las piernas.
—Cuando consentí que se
casara con mi hija, supuse que ingresaba en la familia un yerno y no un
cafiche.
El joven Jiménez la vio
abandonar la pieza con un portazo memorable. Al buscar una mirada solidaria de
Beatriz que apoyara su expresión ofendida, no encontró otra respuesta que un
mohín severo de ella.
—Mi mamá tiene razón —dijo,
con un tono que por primera vez le hizo sentir al muchacho que en sus venas
corría la misma sangre de la viuda.
—¡Qué quieres que haga! —gritó
con volumen suficiente, como para que toda la caleta se enterara—. Si el poeta
está en París, no tengo a quién chucha repartirle cartas.
—Búscate un trabajo —le
ladró su tierna novia.
—Yo no me casé para que
me dijeran las mismas huevadas que me decía mi papá.
Por segunda vez la puerta
fue amenizada con un golpe, que desprendió de la pared la carátula del disco de
los Beatles obsequiada por el poeta. Pedaleó furioso su bicicleta hasta San
Antonio, consumió una comedia de Rock Hudson y Doris Day en el
rotativo, y deshizo las horas siguientes espiando las piernas de las colegialas
en la plaza o bajando cervezas en la fuente de soda. Fue a procurar el
compadrazgo del telegrafista, mas éste estaba arengando al personal con un
discursito acerca de cómo ganar la batalla de la producción, y, tras dos
bostezos, se fue de vuelta a la caleta. En vez de entrar a la hostería, se
dirigió a la casa de su padre.
Don José
puso una botella de vino en la mesa, y le dijo «cuéntame». Un vaso fue apurado
por los hombres, y ya el padre aceleró su diagnóstico:
—Tienes que
buscarte un trabajo, hijo.
Si bien la
voluntad de Mario no daba para semejante epopeya, la montaña vino a Mahoma. El
gobierno de la Unidad Popular hizo sentir su presencia en la pequeña caleta,
cuando la dirección de Turismo elaboró un plan de vacaciones para los
trabajadores de una fábrica textil en Santiago. Un cierto compañero Rodríguez,
geólogo y geógrafo, de lengua y ojos encendidos, se hizo presente en la
hostería con una propuesta a la viuda González. ¿Estaría ella dispuesta a
ponerse a la altura de los tiempos, y a transformar su bar en un restaurante
que diera almuerzo y cena a un contingente de veinte familias, que acamparían
en las inmediaciones durante el verano? La viuda estuvo reticente sólo cinco
minutos. Pero, en cuanto el compañero Rodríguez la puso al tanto de las
ganancias que el nuevo oficio acarrearía, miró compulsivamente a su yerno, y le
dijo—:
—¿Usted
estaría dispuesto a hacerse cargo de la cocina, Marito?
Mario
Jiménez sintió que en ese momento envejecía diez años. Su tierna Beatriz estaba
frente a él alentándolo con una sonrisa beatífica.
—Sí —dijo,
tomándose su vaso de vino, y luciendo el mismo entusiasmo con que Sócrates
bebió la cicuta.
A las
metáforas del poeta, que continuó cultivando y memorizando, se unieron ahora
algunos comestibles que el sensual vate ya había celebrado en sus odas:
cebollas («redondas rosas de agua»), alcachofas («vestidas de guerreros y bruñidas
como granadas»), congrios («gigantes anguilas de nevada carne»), ajos
(«marfiles preciosos»), tomates («rojas vísceras, frescos soles»), aceites
(«pedestal de perdices y llave celeste de la mayonesa»), papas («harina de la
noche»), atunes («balas del profundo océano», «enlutadas flechas»), ciruelas
(«pequeñas copas de ámbar dorado»), manzanas («plenas y puras mejillas
arreboladas de la aurora»), sal («cristal del mar, olvido de las olas») y
naranjas para tramar la «Chirimoya alegre», postré que sería el hit del
verano junto a «Lolita en la playa» por los Minimás.
Al poco
tiempo llegaron hasta la caleta algunos jóvenes obreros que fueron clavando
postes desde el caserío hasta la carretera. Según el compañero Rodríguez, los
pescadores tendrían electricidad en sus casas antes de tres semanas. «Allende
cumple» dijo enrulándose la punta del bigote. Pero los progresos
en el pueblo, traían aparejados problemas. Un día en que Mario preparaba una
ensalada a la chilena digitando el puñal en un tomate, como un bailarín de la oda
de Neruda («debemos por desgracia asesinarlo, hundir el cuchillo en su pulpa
viviente»), observó que la mirada del compañero Rodríguez se había prendido del
culo de Beatriz, de vuelta al bar tras haber puesto el vino en su mesa. Y un
minuto después, al abrir ella los labios para sonreírle, cuando el cliente le
pidió «esa ensalada a la chilena», Mario saltó por encima del mesón cuchillo en
ristre, lo elevó entre ambas manos por encima de la cabeza como había visto en
los westerns japoneses, se puso junto a la mesa de Rodríguez, y lo bajó tan
feroz y vertical que quedó vibrando ensartado unos cuatro centímetros en la
cubierta. El compañero Rodríguez, acostumbrado a precisiones geométricas y a
mediciones geológicas, no tuvo dudas que el mesonero poeta había hecho el
numerito a modo de parábola. Si este cuchillo penetrara así en la carne de un
cristiano, meditó melancólico, se podría hacer un gulasch con su hígado. Solemne,
pidió la cuenta, y se abstuvo de incurrir en la hostería por tiempo indefinido
e infinito. Adiestrado a su vez en el refranero de doña Rosa, que siempre
procuraba matar dos pájaros de un tiro, Mario le sugirió a Beatriz con un
gesto, que constatara cómo el torvo cuchillo seguía rajando la noble madera de
raulí, aún cuando el incidente había tenido lugar hacía ya un minuto.
—Caché —dijo ella.
Las ganancias del nuevo
oficio permitieron que doña Rosa hiciera algunas inversiones que funcionaran
cual cebo para amarrar nuevos clientes. La primera, fue adquirir un televisor
pagadero en incómodas cuotas mensuales, que atrajo al bar un contingente
inexplotado: las mujeres de los obreros del camping, quienes dejaban marcharse
a las carpas a sus hombres para que descabezaran una siesta arrullada por las
opíparas raciones del almuerzo convenientemente aliviadas por un tinto cabezón,
y que consumían interminables agüitas de menta, tecitos de boldo, o agüitas
perras, mientras glotonamente devoraban las imágenes de la teleserie mexicana Simplemente María. Cuando después de cada
episodio surgía en la pantalla un iluminado militante del marxismo en la
sección cultural denunciando el imperialismo cultural y las ideas reaccionarias
que los melodramas inculcaban en «nuestro pueblo», las mujeres apagaban el
televisor y se ponían a tejer o echaban una mano de dominó.
Aunque Mario siempre pensó
que su suegra era tacaña —«usted parece que tuviera pirañas en la cartera,
señora»— lo cierto es que al cabo de un año de rasmillar zanahorias, llorar
cebollas y descuerar jureles había juntado suficiente plata como para
empezar a soñar en hacer su sueño realidad: comprarse un pasaje aéreo y visitar
a Neruda en París.
§
En una
visita a la parroquia, el telegrafista hizo su planteo al cura que había casado
a la pareja, y revisando las utilerías arrumbadas en la bodega del último vía
crucis escenificado en San Antonio por Aníbal Reina padre, popularmente
conocido como el «rasca Reina», apodo que heredó su talentoso y socialista
hijo, encontraron un par de alas trenzadas con plumas de gansos, patos,
gallinas y otros volátiles, que accionadas por un piolín batían angelicalmente.
Con paciencia de orfebre, el cura montó un pequeño andamio sobre el lomo
del funcionario de correos, le puso su visera de plástico verde, semejante a la
de los gángsteres en los garitos, y con limpiador Brasso le sacó brillo a la
cadena de oro del reloj que le atravesaba la panza.
Al
mediodía, el telegrafista avanzó desde el mar hasta la hostería dejando
estupefactos a los bañistas que vieron atravesar sobre la inflamada arena el
ángel más gordo y viejo de toda la historia hagiográfica. Mario, Beatriz y
Rosa, ocupados en cuentas tendientes a confeccionar un menú que sorteara los
precoces problemas del desabastecimiento, creyeron ser víctimas de una
alucinación. Mas, en cuanto el telegrafista gritó a distancia: «Correo de Pablo
Neruda para Mario Jiménez» alzando en una mano un paquete con no tantas
estampillas como un pasaporte chileno, pero más cintas que un árbol de Pascua,
y en la otra una pulcra carta, el cartero flotó sobre la arena y le arrebató
ambos objetos. Fuera de sí, los puso en la mesa y los observó cual si fueran
dos preciosos jeroglíficos. La viuda, repuesta de su arrebato onírico, increpó
al telegrafista con tono británico:
—¿Tuvo
viento a favor?
—Viento a
favor, pero mucho pájaro en contra.
Mario se
apretó ambas sienes, y parpadeó de un bulto al otro.
—¿Qué abro
primero. La carta o el paquete?
—El
paquete, mijo —sentenció doña Rosa—. En la carta sólo vienen palabras.
—No,
señora, primero la carta.
—El paquete
—dijo la viuda, haciendo ademán de tomarlo.
El
telegrafista se echó aire con un ala, y levantó un dedo admonitorio ante las
narices de la viuda.
—No sea
materialista, suegra.
La mujer se
echó sobre el respaldo de la silla.
A ver
usted, que se las da de culto. ¿Qué es un materialista? Alguien que cuando
tiene que elegir entre una rosa y un pollo, elige siempre el pollo —farfulló el
telegrafista.
Carraspeando, Mario
se puso de pie y dijo:
—Señoras y señores,
voy a abrir la carta.
Puesto que ya se había
propuesto incluir ese sobre, donde su nombre aparecía reciamente diagramado por
la tinta verde del poeta en su colección de trofeos sobre la pared del
dormitorio, lo fue rasgando con la paciencia y la levedad de una hormiga. Con
las manos temblorosas, puso frente a sus ojos el contenido, y comenzó a
silabearlo cuidando que no se le saltara ni el más insignificante signo: —«Que-ri-do
Ma-rio Ji-mé-nez de pies a-la-dos.»
De un manotazo, la viuda le arrebató la carta y procedió a patinar
sobre las palabras sin pausa ni entonaciones:
Querido Mario Jiménez, de pies alados, recordada Beatriz González
de Jiménez, chispa e incendio de isla Negra, señora excelentísima Rosa viuda de
González, querido futuro heredero Pablo Neftalí Jiménez González, delfín de
isla Negra, eximio nadador en la tibia placenta de tu madre, y cuando salgas al
sol rey de las rocas, los volantines, y campeón en ahuyentar gaviotas, queridos
todos, queridísimos los cuatro.
No les he escrito antes como había prometido, porque no quería
mandarles sólo una tarjeta postal con las bailarinas de Degas. Sé que ésta es
la primera carta que recibes en tu vida, Mario, y por lo menos tenía que venir
dentro de un sobre; si no, no vale. Me da risa pensar que esta carta te la
tuviste que repartir tú mismo. Ya me contarás todo lo de la isla, y me dirás a
qué te dedicas ahora que la correspondencia me llega a París. Es de esperar que
no te hayan echado de correos y telégrafos, por ausencia del poeta. ¿O acaso el
presidente Allende te ofreció algún ministerio?
Ser embajador
en Francia es algo nuevo e incómodo para mí. Pero entraña un desafío. En Chile,
hemos hecho una revolución a la chilena muy admirada y discutida. El nombre de
Chile se ha engrandecido de forma extraordinaria. ¡Hmm!
—El ¡hmm! es mío —intercaló la viuda, sumergiéndose otra vez en la
carta.
Vivo con Matilde en un dormitorio tan grande que serviría para
alojar a un guerrero con su caballo. Pero me siento muy, muy lejos de mis días
de alas azules en mi casa de isla Negra.
Los extraña y los abraza
vuestro vecino y celestino, Pablo Neruda.
—Abramos el paquete
—dijo doña Rosa tras cortar con el fatídico cuchillo cocinero las cuerdas que
lo ataban. Mario tomó la carta, y se puso a revisar concienzudamente el final y
luego el dorso.
—¿Eso era todo?
—¿Qué más quería,
pues, yerno?
—Esa cosa con «PD»
que se pone al terminar de escribir.
—No, pues, no tenía
ninguna huevada con PD.
—Me parece
raro que sea tan corta. Porque si uno la mira así de lejos, como que se ve más
larga.
—Lo que
pasa es que la mami la leyó muy rápido —dijo Beatriz.
—Rápido o
lento —dijo doña Rosa, a punto de acabar con la cuerda y el paquete— las
palabras dicen lo mismo. La velocidad es independiente de lo que significan las
cosas.
Pero
Beatriz no oyó el teorema. Se había concentrado en la expresión ausente de
Mario, el cual parecía dedicarle su perplejidad al infinito.
—¿Qué te
quedaste pensando?
—En que
falta algo. Cuando a mí me enseñaron a escribir cartas en el colegio, me
dijeron que siempre había que poner al final PD y después agregar alguna otra
cosa que no se había dicho en la carta. Estoy seguro de que don Pablo se olvidó
de algo.
Rosa estuvo
escarbando en la abundante paja que rellenaba el paquete, hasta que terminó
alzando con la ternura de una partera una japonesísima grabadora Sony de
micrófono incorporado.
—Le debe
haber costado plata al poeta —dijo solemne.
Se disponía
a leer una tarjeta manuscrita en tinta verde, pendiente de un elástico que
circundaba al aparato, cuando Mario se la arrebató de un manotazo.
—¡Ah, no
señora! Usted lee demasiado rápido.
Puso la
tarjeta algunos centímetros delante, como si la calzara sobre un atril, y fue
leyendo con su tradicional estilo silábico: «Que-ri-do Ma-ri-o dos pun-tos
a-pri-e-ta el bo-tón del me-di-o».
—Usted se
demoró más en leer la tarjeta, que yo en leer la carta —simuló un bostezo la
viuda.
—Es que
usted no lee las palabras, sino que se las traga, señora. Las palabras hay que
saborearlas. Uno tiene que dejar que se deshagan en la boca.
Hizo una
espiral con el dedo, y enseguida lo asestó en la tecla del medio. Aunque la voz
de Neruda fue emitida con fidelidad por la técnica japonesa, sólo los días
posteriores alertaron al cartero sobre los avances nipones de la electrónica,
pues la primera palabra del poeta lo turbó cual un elixir: «Posdata».
—Cómo se
para —gritó Mario.
Beatriz
puso un dedo sobre la tecla roja.
—«Posdata»
—bailó el muchacho e impregnó un beso en la mejilla de la suegra—. Tenía razón
señora. PD ¡Posdata! Yo le dije que no podía haber una carta sin posdata. El
poeta no se olvidó de mí. ¡Yo sabía que la primera carta de mi vida tenía que
venir con posdata! Ahora está todo claro, suegrita. La carta y la posdata.
—Bueno —repuso
la viuda—. La carta y la posdata. ¿Y por eso llora?
—¿Yo?
—Sí.
—¿Beatriz?
—Está llorando.
—Pero cómo puedo estar
llorando si no estoy triste. Si no me duele nada.
—Parece beata en un
velorio —gruñó Rosa—. Séquese la cara, y apriete el botón del medio de una vez.
—Bien. Pero
desde el comienzo.
Hizo devolver la cinta,
pulsó la tecla indicada, y ahí estaba otra vez la pequeña caja con el poeta
adentro. Un Neruda sonoro y portable. El joven extendió la mirada hacia el mar,
y tuvo el sentimiento de que el paisaje se completaba, que durante meses había
cargado una carencia, que ahora podía respirar hondo, que esa dedicatoria, «a
mi entrañable amigo y compañero Mario Jiménez», había sido sincera.
—«Posdata» —oyó
otra vez embelesado.
—Cállese —dijo
la viuda.
—Yo no he dicho nada.
Quería mandarte algo más aparte de las palabras. Así que metí mi
voz en esta jaula que canta. Una jaula que es un pájaro. Te la regalo. Pero
también quiero pedirte algo, Mario, que sólo tú, puedes cumplir. Todos mis
otros amigos o no sabrían qué hacer, o pensarían que soy un viejo chocho y
ridículo. Quiero que vayas con esta grabadora paseando por isla Negra, y me
grabes todos los sonidos y ruidos que vayas encontrando. Necesito
desesperadamente aunque sea el fantasma de mi casa. Mi salud no anda bien. Me
falta el mar. Me faltan los pájaros. Mándame los sonidos de mi casa. Entra
hasta el jardín y deja sonar las campanas. Primero graba ese repicar delgado de
las campanas pequeñas cuando las mueve el viento; y luego tira de la soga de la
campana mayor, cinco, seis veces. ¡Campana, mi campana! No hay nada que suene
tanto como la palabra campana, si la colgamos de un campanario junto al mar. Y
ándate hasta las rocas, y grábamela reventazón de las olas. Y si oyes gaviotas,
grábalas. Y si oyes el silencio de las estrellas siderales, grábalo. París es
hermoso, pero es un traje que me queda demasiado grande. Además, aquí es
invierno, y el viento revuelve la nieve como un molino la harina. La nieve sube
y sube, me trepa por la piel. Me hace un triste rey con su túnica blanca. Ya
llega a mi boca, ya me tapa los labios, ya no me salen las palabras.
Y para que
conozcas algo de la música de Francia, te mando una grabación
del año 38 que encontré entumida en una tienda de discos usados del Barrio
Latino. ¿Cuántas veces la canté cuando joven? Siempre había querido tenerla y
no pude. Se llama J’attendrai, la canta Rina Ketty, y la letra dice: «Esperaré,
día y noche, esperaré siempre que regreses».
Un
clarinete introdujo los primeros compases, grave, sonámbulo, y un xilofón los
repitió leve, más o menos nostálgico. Y cuando Rina Ketty rezó el primer verso,
el bajo y la batería la acompañaron, sordo y calmo uno, susurrante y arrastrado
la otra. Mario supo esta vez que su mejilla estaba otra vez mojada, y aunque
amó la canción a primeras oídas, se fue discreto rumbo a la playa hasta que el
estruendo del oleaje hizo que la melodía ya no lo alcanzara.
§
Grabó el movimiento del
mar con la manía de un filatélico.
Redujo su vida y trabajo,
ante la ira de Rosa, a seguir los vaivenes de la marea, alta, del reflujo, del
agua saltarina animada por los vientos.
Puso la Sony en una soga,
y la filtró entre las grietas del roquerío donde frotaban sus tenazas los
cangrejos, y los huiros se abrazaban a las piedras.
En el bote de don José,
se introdujo más allá de la primera reventazón, y, protegiendo la grabadora con
un trozo de nylon, logró casi el estereofónico efecto de olas de tres metros
que, cual palitroques, iban a sucumbir en la playa.
En otros días calmos,
tuvo la suerte de hacerse del picotazo de la gaviota, cuando caía vertical
sobre la sardina, y de su vuelo a ras del agua controlando segura en el pico
sus postreras convulsiones.
Hubo también una ocasión
en que algunos pelícanos, pájaros cuestionadores y anarquistas, batieron sus
alas a lo largo de la orilla, cual si presintieran que, al día siguiente, un
cardumen de sardinas vararla en la playa. Los hijos de los pescadores
recogieron peces con el simple expediente de hundir en el mar los baldes de
juguete de los que se valían para construir castillos en la arena. Tanta
sardina ardió sobre las brasas de las rústicas parrillas aquella noche que
hicieron su agosto los gatos inflándose eróticos bajo la luna llena, y doña
Rosa vio llegar hacia las diez de la noche un batallón de pescadores más secos
que legionarios en el Sáhara.
Al cabo de tres horas de
vaciar chuicos, la viuda de González, desprovista de la ayuda de Mario que, en
efecto, intentaba grabar para Neruda el tránsito de las estrellas siderales,
perfeccionó la imagen de los legionarios con una frase que le asestó a don José
Jiménez: «Ustedes están hoy más secos que mojón de camello».
Mientras caían en la mágica
maquinita nipona lúbricas abejas en los momentos que tenían orgasmos de sol
contra sus trompas fruncidas sobre el cáliz de las margaritas costeñas,
mientras los perros vagos ladraban a los meteoritos que caían cual fiesta de
año nuevo sobre el Pacifico, mientras las campanas de la terraza de Neruda eran
accionadas manualmente, o bien caprichosamente orquestadas por el viento,
mientras el gemido de la sirena del faro se expandía y contraía evocando la
tristeza de un barco fantasma en la niebla de alta mar, mientras un pequeño
corazón era detectado primero por el tímpano de Mario y luego por la
casette en el vientre de Beatriz González, las «contradicciones del proceso
social y político», como decía enrulándose frenético los pelos del pecho el
compañero Rodríguez, comenzaron a poner difíciles acentos en el escueto
caserío.
Al
comienzo, no hubo carne de vacuno con que darle sustancia a las cazuelas. La
viuda de González se vio obligada a improvisar la sopa sobre la base de
verduras recogidas en los sembrados vecinos, que nucleaba alrededor de huesos
con nostalgias de fibras de carne. Tras una semana de esta estratégica dosis, los
pensionistas se declararon en comité, y en turbulenta sesión le plantearon a la
viuda de González que, aunque les asistía la íntima convicción de que el
desabastecimiento y el mercado negro eran producidos por la reacción
conspiradora que pretendía derrocara Allende, hiciera ella el favor de no hacer
pasar esa aguamanil de verduras por la criolla «cazuela». A lo más, precisó el
portavoz, se la aceptarían como minestrone; pero en dicho caso la señora Rosa
ex de González debiera bajarse con un escudo en el precio del menú, qué menos.
La viuda no tributó a estos plausibles argumentos una atención comedida.
Refiriéndose al entusiasmo con que el proletariado había elegido a Allende, se
lavó las manos respecto al problema del desabastecimiento, con un refrán que
brotó de su sutil ingenio: «Cada chancho busca el afrecho que le gusta».
Antes que
enmendar rumbos, la viuda pareció hacerse eco de la consigna radial de cierta
izquierda que con alegre irresponsabilidad proclamaba «avanzar sin transar», y
siguió pasando agüitas perras por té, caldo de yema por consomé, minestrone por
cazuela. Otros productos se agregaron a la lista de los ausentes: el aceite, el
azúcar, el arroz, los detergentes, y hasta el afamado pisco de Elqui con que
los humildes turistas entretenían sus noches de campamento.
En ese
abonado terreno, se hizo presente el diputado Labbé con su chirriante
camioneta, y convocó a la población de la caleta a escuchar sus palabras. Con
el pelo engominado a la Gardel, y una sonrisa semejante a la del general Perón,
encontró una audiencia parcialmente sensible entre las mujeres de los
pescadores y las esposas de los turistas, cuando acusó al gobierno de incapaz,
de haber detenido la producción y de provocar el desabastecimiento más grande
de la historia del mundo: los pobres soviéticos en la conflagración mundial no
pasaban tanta hambre como el heroico pueblo chileno, los raquíticos niños de
Etiopía eran donceles vigorosos en comparación con nuestros desnutridos hijos;
sólo había una posibilidad de salvar a Chile de las garras definitivas y
sanguinarias del marxismo: protestar con tal estruendo golpeando las cacerolas
que «el tirano» —así designó al presidente Allende— ensordeciera, y
paradojalmente, prestara oídos a las quejas de la población y renunciara.
Entonces volvería Frei, o Alessandri, o el demócrata que ustedes quieran, y en nuestro país
habrá libertad, democracia, carne, pollos y televisión en colores.
Este discurso, que
provocó algunos aplausos de las mujeres, fue coronado por una frase emitida por
el compañero Rodríguez, el cual desertó de su minestrone precozmente empachado
al oír la arenga del diputado:
—¡Concha de tu madre!
Sin hacer uso del
megáfono, confiado en sus proletarios pulmones, agregó a su piropo algunas
informaciones que las «compañeritas» debían manejar, si no querían ser
embaucadas por estos brujos de cuello y corbata que sabotean la producción, que
acaparan los alimentos en sus bodegas causando un desabastecimiento artificial,
que se dejan comprar por los imperialistas y que complotan para derrocar al
gobierno del pueblo. Cuando los aplausos de las mujeres también coronaron sus
palabras, se subió vigorosamente los pantalones y miró desafiante a Labbé, el
cual, adiestrado en el análisis de las condiciones objetivas, limitóse a
sonreír canchero, y a alabar los restos de democracia en Chile, que permitían
que se hubiera producido un debate a tan alto nivel.
En los días siguientes,
las contradicciones del proceso, como decían los sociólogos en la televisión,
se hicieron sentir en la caleta de manera más rigurosa que retórica. Los
pescadores, mejor equipados gracias a créditos del gobierno socialista y acaso
alentados por una popular canción de los Quilapayún de exquisita rima, «no me
digas que merluza no, Maripusa, que yo sí como merluza», con que los
economistas y publicistas del régimen alentaban el consumo de peces autóctonos
que aliviaran el excipiente de divisas para la adquisición de carne, habían
aumentado la producción, y el camión frigorífico que recogía la pesca partía a
diario hacia la capital con su cupo lleno.
Cuando hacia el mediodía
de un jueves de octubre, el vital vehículo no se hizo presente y los pescados comenzaron
a languidecer bajo el fuerte sol primaveral, los pescadores se dieron cuenta de
que la pobre pero idílica caleta no permanecía ajena a esas tribulaciones del
resto del país, que los alcanzaban hasta entonces sólo por la radio o la
televisión de doña Rosa. En la noche de ese jueves, hizo su aparición en la
pantalla el diputado Labbé en su calidad de miembro de la unión de
transportistas, para anunciar que éstos habían comenzado una huelga indefinida
con dos propósitos: que el presidente les diera tarifas especiales para
adquirir sus repuestos, y ya que estábamos, que el presidente renunciara.
Dos días después, los
pescados fueron devueltos al mar tras haber impregnado con su hedor el otrora
muy respirable puerto y acumulado la mayor cantidad de moscas y guarenes de la
época. Tras dos semanas, en que todo el país intentó con más patriotismo que
eficiencia suplir los estragos de la huelga con trabajos voluntarios, ésta fue
terminada dejando a Chile desabastecido e iracundo. El camión retornó, mas no la
sonrisa, a los ásperos rostros de los trabajadores.
§
Danton, Robespierre,
Charles de Gaulle, Jean Paul Belmondo, Charles Aznavour, Brigitte Bardot,
Silvie Vartan, Adamo, fueron tijereteados sin clemencia por Mario Jiménez, de
manuales de historia francesa o revistas ilustradas. Junto a un inmenso póster
de París donado por la única gerencia de turismo de San Antonio, donde un avión
de la Air France se dejaba rasguñar por la punta de la tour Eiffel, la
colección de recortes le dio a las murallas de su habitación un distinguido
acento cosmopolita. Su vertiginosa francofilia era, sin embargo, mitigada por
algunos objetos autóctonos: un banderín de la Confederación Obrera Campesina
Ranquil, la efigie de la virgen del Carmen, defendida con dientes y muelas por
Beatriz ante su amenaza de exilarla en la bodega, el «tanque» Campos en una
palomita gloriosa de los tiempos en que el equipo de fútbol de la Universidad
de Chile era celebrado como «el ballet azul», el dr. Salvador Allende terciado
por la tricolor banda presidencial, y una hoja arrancada del calendario de la
editorial Lord Cochrane que detenía en el tiempo su primera —y hasta entonces— prolongada
noche de amor con Beatriz González.
En este ameno decorado y tras meses de concienzudo trabajo, el
cartero grabó, espiando las sensibles ondulaciones de su Sony, el siguiente
texto que reproducimos aquí tal cual lo oyó dos semanas más tarde Pablo Neruda
en su gabinete de París:
Un, dos,
tres. ¿Se mueve la flecha? Sí, se mueve (carraspeo). Querido don Pablo, muchas
gracias por el regalo y por la carta, aunque hubiera bastado la carta para
hacernos felices. Pero la Sony es muy buena é interesante y yo trato de hacer
poemas diciéndolos directamente al aparato y sin escribirlos. Hasta el momento
nada que valga la pena. Me demoré en cumplir su encargo, porque la isla Negra
en esta época no da abasto. Aquí se instaló ahora un campamento de vacaciones
para los obreros, y yo trabajo en la cocina de la hostería. Una vez por semana
voy con la bicicleta hasta San Antonio y recojo un par de cartas que llegan a
los veraneantes. Nosotros estamos todos bien y contentos, y hay una gran
novedad de la que luego se dará cuenta. Apuesto que ya se puso todo curioso.
Siga oyendo sin hacer girar la casette más adelante. Como no hallo la hora de
que se entere de la buena noticia, no voy a quitarle mucho de su precioso
tiempo. Lo único que quería decirle no más es qué cosas tiene la vida. Usted
quejándose de que la nieve le llega hasta las orejas, y fíjese que yo jamás de
los jamases he visto ni siquiera un copo. Salvo en el cine, claro. A mí me
gustaría estar con usted en París nadando en nieve. Empolvándome en ella como
un ratón en un molino. Qué raro que aquí no nieva, cuando es Pascua.
¡Seguramente, culpa del imperialismo yankee! De todas maneras, como
señal de gratitud por su hermosa carta y su regalo, le dedico este poema que
escribí para usted, inspirado en sus odas, y que se llama —no se me ocurrió un
título más corto— Oda a la nieve sobre Neruda en París (pausa y
carraspeo).
Blanda compañera de pasos sigilosos,
abundante leche de los cielos,
delantal inmaculado de mi escuela,
sábana de viajeros silenciosos
que van de pensión en pensión
con un retrato arrugado en los bolsillos.
Ligera y plural doncella,
ala de miles de palomas,
pañuelo que se despide
de no sé qué cosa.
Por favor mi pálida bella,
cae amable sobre Neruda en París,
vístelo de gala con tu albo
traje de almirante,
y tráelo en tu leve fragata
a este
puerto donde lo echamos tanto de menos.
(Pausa)
Bueno, hasta aquí el poema y ahora los sonidos pedidos.
Uno, el viento en el campanario de isla Negra. (Sigue
aproximadamente un minuto de viento sobre el campanario de isla Negra.)
Dos, yo tocando la campana grande del campanario en isla Negra. (Siguen
siete golpes de campana.)
Tres, las olas en el roquerío de isla Negra. (Se trata de un
montaje con fuertes golpes del mar sobre los arrecifes, captado probablemente
en un día de tempestad.)
Cuatro, canto de las gaviotas. (Dos minutos de curioso efecto
estereofónico, en que al parecer quien grababa se acercaba sigilosamente hacia
gaviotas acampadas y procedía a espantarlas para que volaran, de tal modo que
no sólo se perciben sus graznidos, sino también un múltiple aleteo de sincopada
belleza. Entre medio, a la altura del segundo cuarenta y cinco de la toma se
escucha la voz de Mario Jiménez gritando «Chillen, concha e su madre».)
Cinco, la colmena de abejas. (Casi tres minutos de zumbidos, en
un peligroso primer plano con fondo de ladridos de perros y canto de aves difíciles de
identificar.)
Seis,
retirada del mar. (Un momento antológico de la grabación en que al parecer el
micrófono sigue muy cerca la marejada en su bullente arrastre sobre la arena,
hasta que las aguas se funden con el nuevo oleaje. Puede tratarse de una toma
en la cual Jiménez corre junto al agua succionada e ingresa en el mar para
lograr la preciosa fusión.)
Y
siete (frase entonada con evidente suspenso, seguida de pausa): don Pablo
Neftalí Jiménez González. (Siguen unos diez minutos de estridente llanto de
recién nacido.)
§
Los ahorros
de Mario Jiménez destinados a una incursión a la ciudad luz fueron consumidos
por la succionadora lengua de Pablo Neftalí, quien no satisfecho con agotar los
senos de Beatriz, se entretenía en consumir robustas mamaderas de leche con
cacao que, aunque obtenidas con rebaja en el Servicio Médico Nacional,
desangraban cualquier presupuesto. Un año después de nacido, Pablo Neftalí no
sólo se mostraba diestro en espantar gaviotas, cual había profetizado su
poetísimo padrino, sino que lucía además una curiosa erudición en accidentes.
Trepaba hacia los arrecifes con el tranco muelle y espeso de los gatos, a
quienes sólo imitaba hasta ese punto, para luego descalabrarse en el océano
punzándose las nalgas contra los bancos de erizos, dejándose picotear los dedos
por cangrejos, raspillándose la nariz sobre las estrellas de mar, tragando
tanta agua salada que en el lapso de tres meses tres veces se le dio por
difunto. Pese a que Mario Jiménez era partidario de un socialismo utópico,
hastiado de tirar sus problemáticos futuros francos en la faltriquera del
médico pediatra, confeccionó una jaula de madera en la cual arrojaba a su amado
hijo con la convicción de que sólo así podría dormir una siesta que no
culminara en funeral.
Cuando al
pequeño Jiménez le debutaron los dientes, consta en los barrotes de la jaula
que intentó aserrucharlos con sus lechosos caninos. Las encías coronadas de
astillas introdujeron a otro personaje en la hostería y en el exangüe
presupuesto de Mario: el dentista.
Así que,
cuando Televisión Nacional anunció al mediodía que aquella noche mostrarían las
imágenes de Pablo Neruda en Estocolmo, agradeciendo el Premio Nobel de
Literatura, tuvo que agenciarse préstamos para poner en marcha la fiesta más
sonora y regada que habría de recordar la región.
El
telegrafista trajo desde San Antonio un cabrito destazado por un carnicero
socialista a precio potable: «mercado gris» precisó. Mas también sus oficios
aportaron la presencia de Domingo Guzmán, un robusto obrero portuario que, por
las noches, se consolaba del lumbago aporreando una batería Yamaha —otra vez
los japoneses— en La Rueda, ante el deleite de esas caderas trasnochadas que se
ponían sensuales y feroces al bailar bajo su compás el mejor repertorio de
cumbias falsas que, con todo respeto, había introducido Luisín Landáez en
Chile.
En el
asiento delantero del Ford 40 venían el telegrafista y Domingo Guzmán, y, en el
posterior, la Yamaha y el cabrito. Llegaron temprano, escarapelados con cintas
socialistas y banderitas chilenas de plástico, y le extendieron el cabrito a
la viuda de González, quien declaró solemnemente que se rendía ante el poeta
Neruda, pero que iba a aporrear su cacerola como las damas de providencia en
Santiago, hasta que los comunistas se marcharan del gobierno. «Se ve que son
mejores poetas que gobernantes», concluyó.
Asistida Beatriz por el
grupo renovado de mujeres veraneantes, esta vez allendistas irredentas y
capaces de noquear a quien le encontrara un pelo de la cola a la Unidad
Popular, preparó una ensalada con tantos aportes del campesinado local, que
hubo que traer a la cocina la tina del baño, para que naufragaran allí
tumultuosas las lechugas, los orgullosos apios, los tomates saltarines, las
acelgas, las zanahorias, los rábanos, la buena papa, el tenaz cilantro, la
albahaca. Nada más que en la mayonesa se gastaron catorce huevos, e incluso se
encomendó a Pablo Neftalí la delicada misión de espiar a la gallina castellana
y tararear «Venceremos», cuando ésta depusiera su huevo diario para quebrarlo
ante ese manjar amarillo que estaba resultando espeso gracias a que ninguna de
las mujeres menstruaba esa tarde.
No hubo casucha de
pescador que Mario no visitara para invitarlo a la fiesta. Hizo el recorrido de
la caleta y del campamento de veraneantes martillando el timbre de su
bicicleta, e irradiando un júbilo sólo comparable con aquel que tuvo cuando
Beatriz expulsó de su placenta al pequeño Pablo Neftalí, ya provisto de una
melena a lo Paul McCartney. Un Premio Nobel para Chile, aunque fuera de
Literatura, arengó el «compañero» Rodríguez a los veraneantes, es una gloria
para Chile y un triunfo para el presidente Allende. No había acabado de
terminar esa frase, cuando el joven padre Jiménez, víctima de una indignación
que le puso eléctrico cada nervio y cada terminal de sus cabellos, le apretó el
codo y se lo llevó bajo el sauce llorón. Sombreados por el árbol, y con un
auto-control aprendido en los filmes de George Raft, Mario soltó el codo del
compañero Rodríguez, y, humedeciéndose los labios secos de ira, dijo con calma:
—¿Se acuerda, compañero
Rodríguez, del cuchillo cocinero ese, que un día por casualidad se me cayó en
la mesa cuando usted estaba almorzando?
—No me he olvidado —repuso
el activista acariciándose el páncreas.
Mario asintió, puso los
labios tensos, como si fuera a silbarle a un gato, y después se pasó sobre
ellos la rasante uña del pulgar.
—Todavía lo tengo —dijo.
A Domingo Guzmán se le
unieron Julián de los Reyes en guitarra, el chico Pedro Alarcón en maracas,
Rosa viuda de González, vocal, y el compañero Rodríguez en trompeta, quien
había optado por meterse algo en la boca a modo de candado. El ensayo tuvo
lugar en el tablado de la hostería, y todo el mundo supo de antemano que para
la noche se bailaría La vela (of course según dijo el oculista
Radomiro Spotorno quien vino extra a isla Negra a curar el ojo de Pablo
Neftalí, arteramente picoteado por la gallina castellana en los momentos en que
el infante le escrutaba el culo para anunciar oportunamente el huevo), Poquita
fe, por presión de la viuda, la cual se sentía más a tono con los temas calugas,
y con el rubro zangoloteo de los inmortales Tiburón, tiburón, Cumbia de
Macondo, Lo que pasa es que la banda está borracha y —menos por audaz
cargosería del compañero Rodríguez que por distracción de Mario Jiménez— No
me digas que merluza no, Maripusa.
Junto al
televisor, el cartero puso una bandera chilena, los libros Losada papel biblia
abiertos en la página del autógrafo, un bolígrafo verde del poeta adquirido de
manera innoble por Jiménez, por lo cual no se entra aquí en detalles, y la Sony
que a modo de obertura o aperitivo —ya que Mario Jiménez no permitía consumir
una aceituna ni untar la lengua en un vino, hasta que el discurso hubiera
terminado— transmitía el hit parade de ruidos de isla Negra.
Lo que era
bulla, hambre, alboroto, ensayo, cesó mágicamente cuando a las 20 horas, en
momentos en que el mar empujaba una deleitosa brisa sobre la hostería, el Canal
Nacional trajo por satélite las palabras finales de agradecimiento del Premio
Nobel de Literatura, Pablo Neruda. Hubo un segundo, un solo infinitísimo
segundo, en que a Mario le pareció que el silencio envolvía al pueblo como
cubriéndolo con un beso. Y cuando Neruda habló en la imagen nevada del
televisor, se imaginó que sus palabras eran caballos celestes que galopaban
hacia la casa del vate, para ir a acunarse en sus pesebreras.
Niños ante el tablero de títeres, los asistentes al discurso crearon
con el mero expediente de su aguda atención la presencia real de Neruda en la
hostería. Sólo que, ahora, el vate vestía de frac y no con el poncho de sus
escapadas al bar, aquel que usara cuando por primera vez sucumbió atónito ante
la belleza de Beatriz González. Si Neruda hubiera podido ver a sus parroquianos
de isla Negra como ellos lo estaban viendo, habría advertido sus pestañas
pétreas, como si el más leve movimiento del rostro pudiera ocasionar la pérdida
de algunas de sus palabras. Si alguna vez la técnica japonesa extremara sus
recursos y produjese la fusión de seres electrónicos con carnales, el leve
pueblo de isla Negra podría decir que fue precursor del fenómeno. Lo haría sin
jactancia, teñido en la misma larga dulzura con que sorbió el discurso de su
vate:
Hace hoy cien años exactos, un pobre y espléndido poeta, el más
atroz de los desesperados, escribió esta profecía: "A l’aurore, armés
d’une ardente patience, nous entrerons aux splendides villes". (Al
amanecer, armados de una ardiente paciencia, entraremos en las espléndidas
ciudades.)
Yo creo en esa profecía de Rimbaud, el vidente. Yo vengo de una
oscura provincia, de un país separado de los otros por la tajante geografía.
Fui el más abandonado de los poetas y mi poesía fue regional, dolorosa y
lluviosa. Pero tuve siempre la confianza en el hombre. No perdí jamás la
esperanza. Por eso, he llegado hasta aquí con mi poesía y mi bandera.
En conclusión, debo decir a los hombres de buena voluntad, a los
trabajadores, a los poetas, que el entero porvenir fue expresado en esta frase
de Rimbaud: sólo con una ardiente paciencia conquistaremos la espléndida ciudad
que dará luz, justicia y dignidad a todos los hombres.
Así la poesía
no habrá cantado en vano.
Estas palabras
desencadenaron un espontáneo aplauso en el público acomodado alrededor del
aparato, y un manantial de lágrimas en Mario Jiménez, quien sólo después de
medio minuto de esa ovación de pie, tragose lo que tenia en las narices, frotó
sus pómulos pluviales, y dándose vuelta desde la primera fila, agradeció
sonriente la nutrida aclamación a Neruda llevándose una palma a la sien y
agitándola cual candidato a senador. La pantalla se llevó la imagen del poeta,
y a cambio retornó la locutora con una noticia que el telegrafista sólo oyó,
cuando la mujer dijo «repetimos»: «Un comando fascista destruyó con una bomba
las torres de alta tensión de la provincia de Valparaíso. La Central única de Trabajadores
llama a todos sus miembros a lo largo del país a permanecer en estado de
alerta» y, veinte segundos antes de ser robado del mesón por una turista
madurona, más buenona, según contaría al amanecer de vuelta de las dunas, donde
la había acompañado a mirar las estrellas fugaces. («Espermatozoides fugaces»,
corrigió la viuda.)
Porque la pura verdad es que
la fiesta duró hasta que se acabó. Bailose tres veces Tiburón a la vista, donde todos corearon «ay,
ay, ay, que te come el tiburón», menos el telegrafista que, después del
noticiario, anduvo mustio y simbólico, hasta el momento en que la turista
madurona mordiéndole el lóbulo de la izquierda le dijo:
—Seguro que después de la
cumbia viene La vela.
Oyose y gozose nueve veces La
vela, hasta que al contingente de veraneantes le resultó tan familiar, que,
a pesar de que era un tema celestino y cheek to cheek, lo entonaron con
gargantas desaforadas y entre beso y beso con lengua.
Aceitose un popurrí de temas
viejitos contraídos en la niñez de Domingo Guzmán, que le llevaba entre otros Piel
Canela, Ay, cosita rica, mamá, Me lo dijo Adela, A papá le gusta el mambo, El
cha-cha-cha de los cariñosos, Yo no le creo a Gagarín, Mareianita y Amor
desesperado en una versión de la viuda de González, que reprodujo la
intensidad de Yaco Monti, su
intérprete original.
Si la noche
fue larga, nadie pudo decir que faltó vino. Mesa que Mario veía con sus
botellas a media asta, era atendida ipso facto con un chuico, «para ahorrarme
los viajes a la bodega». Hubo un instante de la jornada, en que la mitad de su
población andaba entreverada entre las dunas, y según un balance de la viuda
las parejas no eran ciento por ciento las mismas que la iglesia o el registro
civil había santificado y certificado. Sólo cuando Mario Jiménez tuvo la
certeza de que ninguno de sus invitados podría recordar nombre, dirección,
número de inscripción electoral y último paradero de su cónyuge, decidió que la
fiesta era un éxito y que la promiscuidad podía seguir prosperando sin su
aliento y presencia. Con un ademán de torero desprendió el delantal de Beatriz,
le rodeó sedoso la cintura y le desbarrancó su pico por la cadera, como a ella
le placía, según probaban esos suspiros que expulsaba tan fluidamente, cual esa
savia enloquecedora que le lubricaba la zorra. Con la lengua mojándole la oreja
y sus manos levantándole las nalgas, se lo metió de pie en la cocina sin
molestarse en quitarle la falda.
—Nos van a
ver, amor jadeó la muchacha, ubicándose para que el pico le entrara hasta el
fondo.
Mario
comenzó a rotar con golpes secos la cadera y, empapando de saliva los senos de
la muchacha, farfulló:
—Lástima de
no tener aquí la Sony para grabarle este homenaje a don Pablo.
Y acto
seguido, promulgó un orgasmo tan estruendoso, burbujeante, desaforado, bizarro,
bárbaro y apocalíptico, que los gallos creyeron que había amanecido y empezaron
a cacarear con las crestas inflamadas, que los perros confundieron el aullido
con la sirena del nocturno al sur y le ladraron a la luna como siguiendo un
incomprensible convenio, que el compañero Rodríguez, ocupado en mojar la oreja
de una universitaria comunista con la ronca saliva de un tango de Gardel, tuvo
la sensación de que una tumba le cortaba el aire en la garganta y que Rosa,
viuda de González, tuvo que intentar cubrir micrófono en mano el hosanna de
Mario trinando una vez más La vela con sonsonete operático. Agitando los
brazos cual aspas de molino, la mujer alentó a Domingo Guzmán y a Pedro Alarcón
a que redoblaran platillos y tambores, sacudieran maracas, soplaran trompetas,
trutrucas, o en su defecto pifiaran, pero el maestro Guzmán, frenando con una
mirada al chico Pedro, le dijo:
—Usted
tranquilo, maestro, que si la viuda está tan saltona es porque ahora le toca a
la hija.
Doce
segundos después de esta profecía, cuando los oídos de toda la concurrencia
sobria, ebria, o inconsciente, apuntaban hacia la cocina como si un poderoso
magneto los absorbiese, y mientras Alarcón y Guzmán simulaban limpiarse las
sudorosas palmas en las camisetas antes de irrumpir en un
trémulo acompañamiento, despegó el orgasmo de Beatriz hacia la noche sideral
con una cadencia que inspiró a las parejas de las dunas («uno como ése,
mijito», le pidió la turista al telegrafista), que puso escarlatas y
fulgurantes las orejas de la viuda, y que le inspiró las siguientes palabras al
cura párroco en su desvelo de la torre: «Magnificat, staba, pange lingua,
dies irae, benedictus, kirieleisón, angélica».
Al final del último trino
la noche entera pareció humedecerse y el silencio que siguió tuvo algo
turbulento y turbador. La viuda arrojó el inútil micrófono sobre el tablado y
con el trasfondo de algunos primerizos y vacilantes aplausos que venían desde
dunas y roqueríos a los cuales luego se sumaron los entusiastas del conjunto en
la hostería y los bien cateados de turistas y pescadores hasta formar una
verdadera catarata que fue amenizada con un patriótico «¡Viva Chile, mierda!»
del inefable compañero Rodríguez, fue a la cocina para descubrir titilando
entre las sombras los ojos en éxtasis de su hija y yerno. Señalando con su
pulgar por sobre el hombro, escupió las palabras hacia la pareja:
—La ovación es para los
tortolitos.
Beatriz se cubrió la cara
marineada con lágrimas de felicidad sintiendo que hervían en un súbito rubor.
—¡Te dije, oh!
Mario se puso los
pantalones y los amarró fuerte con la soga.
—Bueno, suegra. Olvídese
de la vergüenza que esta noche estamos celebrando.
—¿Celebrando qué? —rugió
la viuda.
—El Premio
Nobel de don Pablo. ¡No ve que ganamos, señora!
—¿Ganamos?
Doña Rosa estuvo a punto
de cerrar el puño, y propinárselo en esa lengua enredosa, o de inmiscuir un
puntapié sobre esos nutridos e irresponsables huevos. Pero en un arresto de
inspiración, decidió que era más digno recurrir al refranero.
—«Vamos arando, dijo la
mosca» —concluyó antes de asestar el portazo.
§
Según la
ficha del doctor Giorgio Solimano hasta agosto de 1973 el joven Pablo Neftalí
había incurrido en las siguientes enfermedades: rubéola, sarampión, peste
cristal, bronquitis, enterogastritis, amigdalitis, faringitis, colitis,
torcedura de tobillo, disloque del tabique de la nariz, contusiones a la tibia,
traumatismo encéfalo craneano, quemadura en segundo grado sobre el brazo
derecho a consecuencia de querer rescatar la gallina castellana de una cazuela
e infección del meñique del pie izquierdo tras pisar un erizo tan descomunal,
que cuando Mario se lo desclavó rajándolo vengativo, alcanzó para una cena de
toda la familia con el solo expediente de echarle un toque de pebre, limón y algo
de pimienta.
Eran tan
frecuentes las corridas a la posta del hospital de San Antonio, que Mario
Jiménez puso los restos mortales del ya utópico pasaje a París de pie para la
compra de una motoneta, que le permitiera alcanzar veloz y seguro el puerto cada
vez que Pablo Neftalí se masacrara algún aspecto de su cuerpo. Este vehículo
procuró otra clase de alivio en la familia, ya que los paros y huelgas de los
camioneros, taxistas y almaceneros se hicieron cada vez más frecuentes, y hubo
noches en que faltó hasta pan en la hostería porque ya no se encontraba harina.
La motoneta fue la cómplice exploradora, con que Mario se deshizo
paulatinamente de la cocina para rastrear aquellos lugares donde comprar algo
con que la viuda pudiera alegrar la olla.
—Hay plata,
hay libertad, pero no hay que comprar —filosofaba la viuda, en los té sociales
de los turistas frente al televisor.
Una noche
en que Mario Jiménez repasaba la lección 2 del libro Bonjour, Paris estimulado
por el tema de Rina Ketty y por Beatriz, quien le reveló que esos gorgoritos
que hacía, cuando decía la r, eran la puerta abierta para un francés como el de
los Champs Elysées, el toque profundo de una campana demasiado familiar lo
distrajo para siempre de las irregularidades del verbo être. Beatriz lo
vio levantarse en trance, caminar hacia la ventana, abrirla y oír en toda su
dimensión el segundo campanazo, cuyas ondas sacaron a otros vecinos de sus
casas.
Sonámbulo,
se colgó la bolsa de cuero en el hombro, y, estaba a punto de salir a la calle,
cuando Beatriz lo frenó con una llave al cuello y una frase muy González:
—Este
pueblo no soporta dos escándalos en menos de un año.
El cartero
fue llevado hasta el espejo, y, al comprobar que su única indumentaria era el
bolsón reglamentario que en su actual posición apenas cubría una nalga, le
dijo a su propia imagen:
—Tu es fou, petit!
Estuvo la noche entera
contemplando el recorrido de la luna, hasta que ésta se desvaneció en la
madrugada. Eran tantos los temas pendientes con el poeta, que este retorno artero
lo dejaba confuso. Estaba claro que primero le preguntaría —noblesse oblige— por su embajada en París,
por los motivos de su regreso, por las actrices de moda, por los vestidos de la
temporada (quizá hubiera traído uno de regalo para Beatriz), y luego entraría
el tema de fondo: sus obras completas escogidas, subrayaría «escogidas», que
con pulcra caligrafía llenaban el álbum del diputado Labbé, acompañadas de un
recorte de la ilustre Municipalidad de San Antonio con una convocatoria al
concurso de poesía, tras un primer premio consistente en «flor natural, edición
del texto ganador en la revista cultural La Quinta Rueda y cincuenta mil escudos en
efectivo». La misión del poeta sería escarbar en el cuaderno, escoger uno de
los poemas y, si no fuera mucha la molestia, darle un toquecito final para
subirle los bonos.
Hizo guardia frente a la
puerta, desde antes de que abriera la panadería, que se oyera a lo lejos el
cencerro del burro de lechero, que cacarearan los gallos, que se apagara la luz
del único farol. Enfundado en la gruesa trama de su jersey marinero, mantuvo la
vista en los ventanales consumiéndose por una señal de vida en la casa. Cada
media hora se decía que el viaje del vate tal vez hubiera sido agotador, que
quizá estaría retozando en sus colchas chilotas, y que doña Matilde le habría
llevado el desayuno a la cama, y no perdió la esperanza, aunque los dedos de
sus pies llegaron a dolerle de frío, de que los encapotados párpados del vate
surgieran en el marco y le dedicaran esa ausente sonrisa con la que había
soñado tantos meses.
Hacia las diez de la
mañana, bajo un sol desabrido, doña Matilde abrió el portón con una bolsa de
mallas en la mano. El muchacho corrió a saludarla, golpeando jubiloso el lomo
de su bolsa y luego dibujando en el aire el exagerado volumen dé
correspondencia atrasada que contenía. La mujer estrechó su mano con calor,
pero bastó un solo parpadeo de esos ojos expresivos, para que Mario discerniera
la tristeza tras la cordialidad.
—Pablo está enfermo —dijo.
Abrió la bolsa de mallas,
y le indicó con un gesto que derramase la correspondencia en ella. Él quiso
decirle «eme deja que se la lleve a la pieza?», pero lo invadió la suave
gravedad de Matilde, y tras obedecerla hundió los ojos en el vacío del bolsón,
y preguntó, casi adivinando la respuesta:
—¿Es grave?
Matilde
asintió y el cartero fue con ella un par de pasos hasta la panadería,
adquirió para sí un kilo de marraquetas, y media hora más tarde, derramando las
crujientes migas sobre las páginas del álbum, tomó la decisión soberana de
postularse al primer premio con su Retrato a tapiz de Pablo Neftalí Jiménez
González.
§
Mario Jiménez se atuvo
rigurosamente a las bases del concurso. En sobre aparte del poema, consignó un
tanto avergonzado su escueta biografía y sólo con el ánimo de decorarla puso al
final: «recitales varios». Se hizo escribir a máquina el sobre por el
telegrafista, y concluyó la ceremonia derritiendo lacre sobre el envío y
punzando la roja melaza con un sello oficial de Correos de Chile.
—Por pinta no te gana
nadie —dijo don Cosme, mientras pesaba la carta y, en calidad de mecenas, se
hurtaba a sí mismo un par de estampillas.
La ansiedad lo puso
nervioso, pero al menos entretuvo la pesadumbre que le causaba no ver al vate
cada vez que traía la correspondencia. Dos veces pudo asistir muy temprano a
jirones de diálogos entre doña Matilde y el médico, sin que alcanzara a
informarse sobre la salud del poeta. En una tercera ocasión, tras dejar el
correo se quedó merodeando el portón, y cuando el doctor se dirigía hacia su
auto, le preguntó sudoroso e impulsivo por el estado del vate. La respuesta lo
sumió primero en la perplejidad y, media hora más tarde, en el diccionario:
—Estacionario.
El día 18 de septiembre de
1973, La
Quinta Rueda publicaría con motivo del aniversario de la independencia de Chile una
edición especial, en cuyas páginas centrales y en robustas letras de titulares
se incluiría el poema premiado. Una semana antes de la tensa fecha, Mario
Jiménez soñó que Retrato
a lápiz de Pablo Neftalí Jiménez González ganaba el cetro, y que Pablo
Neruda en persona le extendía la flor natural y el cheque. De ese paraíso fue
sustraído por unos golpes enervantes en la ventana. Maldiciendo, fue a tientas
hacia ella y, al abrirla, distinguió al telegrafista escondido bajo un poncho,
quien le adelantó de un zarpazo la minúscula radio que emitía una marcha
alemana conocida como Alte
Kamaraden.
Sus ojos pendían cual dos tristes uvas en la grisura de la niebla. Sin decir
palabra ni cambiar su mueca, fue haciendo rodar el dial del aparato, y de cada
emisora resonó la misma música marcial, con sus timbales, clarines, tubas y
cornos licuados por los pequeños parlantes. Luego, se encogió de hombros y,
guardándose interminablemente, largamente y demoradamente la radio por debajo
del trabajoso poncho, dijo con gravedad:
—¡Yo me borro!
Mario se rastrilló la
melena con los dedos y, cogiendo el jersey marinero, saltó por la ventana hacia
la motoneta.
—Voy a
buscar la correspondencia del poeta —dijo.
El telegrafista
se le cruzó decidido y apretó sus manos sobre el volante del vehículo.
—¿Quieres
suicidarte?
Los dos
alzaron el rostro hacia el cielo encapotado, y vieron atravesar tres
helicópteros en dirección al puerto.
—Pásame las
llaves, jefe —gritó Mario, sumando al estruendo de los helicópteros el motor de
su Vespa.
Don Cosme
se las extendió, y luego retuvo el puño del muchacho:
—Y después
tíralas al mar. Así, por lo menos jodemos un poco a estos cabrones.
En San
Antonio, las tropas habían ocupado los edificios públicos, y en cada balcón las
metralletas se desplazaban avisoras con un movimiento pendular. Las calles
estaban casi vacías y antes de llegar al correo pudo oír balazos hacia el
norte. Al comienzo aislados y luego nutridos. En la puerta, un recluta fumaba
curvado por el frío, y se puso alerta cuando Mario llegó a su lado tintineando
las llaves.
—¿Quién soy
yo? —le dijo, sacándole el último humo al tabaco.
—Trabajo
aquí.
—¿Qué
hacís?
—Cartero,
pu'.
—¡Vuélvete
a la casa, mejor!
—Primero
tengo que sacar el reparto.
—¡Chis! La
gallá está a balazos en las calles y yo todavía aquí.
—Es mi
trabajo, pu'.
—Sacai las
cartas y te mandai a cambiar, ¿oíste?
Fue hasta
el clasificador y hurgueteó entre la correspondencia apartando cinco cartas
para el vate. Después, vino hasta la máquina del télex y alzando la hoja que se
derramaba cual alfombra por el piso distinguió casi veinte telegramas urgentes
para el poeta. La arrancó de un tirón, la fue enrollando sobre el brazo
izquierdo y la puso en la bolsa junto a las cartas. Los balazos recrudecieron
ahora en dirección del puerto, y el joven revisó las paredes con la militante
decoración de don Cosme: el retrato de Salvador Allende podía permanecer porque
mientras no se cambiaran las leyes de Chile seguía siendo el presidente
constitucional aunque estuviera muerto, pero la confusa barba de Marx y los
ojos ígneos del Che Guevara fueron descolgados y hundidos en la bolsa. Antes de
salir, emprendió una variante que hubiera regocijado a su jefe por mustio que
estuviera: se puso el gorro oficial de cartero ocultando esa maraña turbulenta
que ahora, frente al rigor del corte del soldado, le pareció definitivamente
clandestina.
—¿Todo en
orden? —le preguntó el recluta al salir.
—Todo en
orden.
—Te pusiste el gorro de
cartero, ¿eh?
Mario palpó algunos
segundos la dura armazón de su fieltro, como si quisiera comprobar que en
efecto cubría su pelo, y con un gesto desdeñoso se tiró la visera sobre los
ojos.
—De ahora en adelante hay
que usar la cabeza sólo para cargar la gorra.
El soldado se humedeció
los labios con la punta de la lengua, se puso entre los dos dientes centrales
un nuevo cigarrillo, le retiró un instante para escupir una dorada fibra de
tabaco, y estudiándose los bototos, le dijo a Mario sin mirarlo:
—Échate el pollo,
cabrito.
§
En las
inmediaciones de la casa de Neruda, un grupo de soldados había levantado una
barrera, y más atrás, un camión militar dejaba girar sin ruido la luz de la
sirena. Llovía levemente; una fría garúa de la costa, más fastidiosa que
mojadora. El cartero tomó el atajo, y desde la cumbre de la pequeña colina, la
mejilla hundida en el barro, se hizo un cuadro de la situación: la calle del
poeta bloqueada hacia el norte, y vigilada por tres reclutas cerca de la panadería.
Quienes necesariamente debían cruzar ese tramo, eran palpados por los
militares. Cada uno de los papeles de la billetera era leído con más ansias de
mitigar el tedio de vigilar una caleta insignificante, que con minuciosidad
antisubversiva; si el transeúnte cargaba una bolsa, se le conminaba sin
violencia a mostrar uno a uno los productos: el detergente, el cartón de
fideos, la lata de té, las manzanas, el kilo de papas. Luego se le permitía
pasar con un aburrido aleteo de la mano. A pesar de que todo era nuevo, a Mario
le pareció que la conducta de los militares tenía un sabor rutinario. Los
conscriptos sólo se endurecían y aceleraban sus desplazamientos, cuando, cada
cierto lapso, venía un teniente en bigotes y de amenazante vozarrón.
Estuvo
hasta el mediodía escrutando las maniobras. Luego descendió cauteloso, y, sin
tomar la motoneta, dio un enorme rodeo por detrás de los caseríos anónimos,
alcanzó la playa a la altura del muelle y, bordeando los acantilados, avanzó
hasta la casa de Neruda descalzo por la arena.
En una
cueva cercana a las dunas puso a salvo la bolsa tras una roca de peligrosas
aristas, y con la mayor prudencia que le permitían los frecuentes y rasantes
helicópteros rastreando la orilla, extendió el rollo que contenía los
telegramas, y estuvo una hora leyéndolos. Sólo entonces estrujó el papel entre
las palmas, y después lo puso bajo una piedra. La distancia hacia el
campanario, aunque empinada, no era larga. Pero, lo detuvo una vez más ese
tránsito de aviones y helicópteros, que había conseguido ya el exilio de las
gaviotas y los pelícanos. Por el abusivo engranaje de su hélice y la fluidez
con que de pronto se quedaban suspendidos sobre la casa del vate, le parecieron
fieras que olieran algo o un voraz ojo delator, e inhibió su impulso de trepar
la colina exponiéndose tanto a despeñarse, como a ser sorprendido por la
guardia del camino. Buscó el consuelo de la sombra para moverse. Aunque no
había oscurecido, de alguna manera la arisca pendiente parecía más protegida,
sin la presencia de ese sol que a ratos rajaba los nubarrones, y denunciaba hasta los restos de botellas
quebradas y los pulidos guijarros sobre la playa.
Ya en el campanario, echó
de menos una fuente de agua donde lavarse los rasguños en las mejillas y sobre
todo las manos, que soltaban de sus surcos hilachas de sangre mezcladas con
sudor.
Al asomarse a la terraza,
vio a Matilde con los brazos cruzados sobre el pecho, y la mirada enredada en
el sonsonete del mar. La mujer desvió la vista, cuando el cartero le hizo una
señal, y éste, llevando un dedo a los labios, le imploró silencio. Matilde
vigiló que el trecho hasta la habitación del poeta no cayera en el campo visual
del guardia callejero, y le dio el pase con un parpadeo que indicaba hacia el
dormitorio.
Tuvo que mantener un
instante la puerta entreabierta para distinguir a Neruda en esa penumbra con
olor a medicinas, ungüentos, a madera húmeda. Pisó la alfombra hasta su cama,
con la pulcritud del visitante de un templo, e impresionado por la ardua
respiración del poeta, por ese aire que antes de fluir parecía herirle la
garganta.
—Don Pablo —susurró bajo,
cual si acomodara su volumen a la tenue luz de la lámpara envuelta en una
toalla azul. Ahora, le parecía que quien había hablado era su sombra. La
silueta de Neruda se encaramó trabajosa sobre el lecho, y los ojos deslucidos
pesquizaron la penumbra.
—¿Mario?
—Sí, don Pablo.
El poeta extendió el
fláccido brazo pero el cartero no notó su oferta en ese juego de contornos sin
volúmenes.
Acércate, muchacho.
Junto al lecho, el poeta
le prendió la muñeca con una presión que a Mario le impresionó como febril, e
hizo que se sentara cerca de la cabecera.
—Esta mañana, quise
entrar pero no pude. La casa está rodeada de soldados. Sólo dejaron pasar al
médico.
Una sonrisa sin fuerza
abrió los labios del poeta.
—Yo ya no necesito
médico, hijo. Sería mejor que me mandaran directamente al sepulturero.
—No hable así, poeta.
—Sepulturero es una buena
profesión, Mario. Se aprende filosofía.
El muchacho pudo
distinguir ahora una taza sobre el velador y conminado por un gesto de Neruda
se la acercó a los labios.
—¿Cómo se siente, don
Pablo?
—Moribundo.
Aparte de eso, nada grave.
—¿Sabe lo que está
pasando?
—Matilde trata de ocultármelo
todo, pero yo tengo una minísima radio japonesa debajo de la almohada. —Tragó
una bocanada de aire, y en seguida la expulsó temblando—. Hombre, con esta
fiebre me siento como pescado en la sartén.
—Ya se le va a
acabar, poeta.
—No, mijo.
No es la fiebre la que se va a acabar. Es ella la que va a acabar conmigo.
Con la
punta de la sábana, el cartero le limpió el sudor que le caía desde la frente
hasta los párpados.
—¿Es grave
lo que tiene, don Pablo?
—Ya que
estamos en Shakespeare, te contestaré como Mercurio cuando lo ensarta la espada
de Tibaldo: «La herida no es tan honda como un pozo, ni tan ancha como la
puerta de una iglesia, pero alcanza. Pregunta por mí mañana y verás qué tieso
estoy».
—Por favor,
acuéstese.
Ayúdame a
llegar hasta la ventana.
—No puedo.
Doña Matilde me dejó entrar, porque...
—Soy tu
celestino, tu cabrón y el padrino de tu hijo. Gracias a estos títulos ganados
con el sudor de mi pluma, te exijo que me lleves hasta la ventana.
Mario quiso
controlar el impulso del poeta apretándole las muñecas. La vena de su cuello
saltaba como un animal.
—Hay una
brisa fría, don Pablo.
—¡La brisa
fría es relativa! Si vieras qué viento gélido me sopla en los huesos. El puñal
definitivo es prístino y agudo, muchacho. Llévame hasta la ventana.
Aguántese
ahí, poeta.
—¿Qué me
quieres ocultar? ¿Acaso cuando abra la ventana no estará allí abajo el mar?
¿También se lo llevaron? ¿También me lo metieron en una jaula?
Mario
adivinó que la ronquera le subiría a la voz, junto a esa humedad que empezaba a
brotarle en la pupila. Se acarició lento su propia mejilla y luego se metió los
dedos en la boca como un niño.
—El mar
está allí, don Pablo.
—Entonces,
¿qué te pasa? —gimió Neruda, con los ojos suplicantes—. Llévame hasta la
ventana.
Mario
hundió sus dedos bajo los brazos del vate, y lo fue alzando hasta que lo tuvo
de pie a su lado. Temiendo que se desvaneciera, lo apretó con tal fuerza, que
pudo percibir en su propia piel la ruta del escalofrío que sacudió al enfermo.
Como un solo hombre vacilante avanzaron hasta la ventana, y, aunque el joven
corrió la espesa cortina azul, no quiso mirar lo que ya podía ver en los ojos
del poeta. La luz roja de la sirena latigueó su pómulo intermitentemente.
—Una
ambulancia —se rió el vate con la boca repleta de lágrimas—. ¿Por qué no un
ataúd?
—Se lo van
a llevar a un hospital de Santiago. Doña Matilde está preparando sus cosas.
—En Santiago no hay
mar. Sólo sastres y cirujanos.
El poeta dejó caer la
cabeza contra el vidrio, que se empañó con su aliento.
—Usted está ardiendo, don
Pablo.
Súbitamente, el poeta
alzó la vista hacia el techo, y pareció observar algo que se desprendía entre
las vigas con los nombres de sus amigos muertos. El cartero fue alertado por un
nuevo escalofrío, que la temperatura le aumentaba. Iba a anunciárselo a Matilde
con un grito, cuando lo disuadió la presencia de un soldado que venía a
entregarle un papel al chófer de la ambulancia. Neruda se empeñó en caminar
hacia el otro ventanal como si le hubiera sobrevenido un asma; al prestarle
apoyo, supo ahora que la única fuerza de ese cuerpo residía en la cabeza. La
sonrisa y la voz del vate fueron débiles, cuando le habló, sin mirarlo.
—Dime una buena metáfora
para morirme tranquilo, muchacho.
—No se me ocurre ninguna
metáfora, poeta, pero óigame bien lo que tengo que decirle.
—Te escucho, hijo.
—Bueno; hoy han llegado
más de veinte telegramas para usted. Quise traérselos, pero como la casa estaba
rodeada me tuve que devolver. Usted me perdonará lo que hice, pero no había
otro remedio.
—¿Qué hiciste?
—Le leí todos los
telegramas, y me los aprendí de memoria para poder decírselos.
—¿De dónde vienen?
—De muchas
partes. ¿Comienzo con el de Suecia?
Adelante.
Mario hizo una pausa para
tragar saliva, y Neruda se desprendió un segundo, y buscó apoyo en la manilla
del ventanal. Contra los vidrios turbios de sal y polvo, soplaba una ráfaga que
los hacía vibrar. Mario mantuvo la vista sobre una flor derramada contra el
canto de un jarrón de greda, y reprodujo el primer texto, cuidando de no
confundir las palabras de los diversos cables.
—«Dolor e indignación
asesinato presidente Allende. Gobierno y pueblo ofrecen asilo poeta Pablo
Neruda, Suecia.»
—Otro —dijo el vate
sintiendo que subían sombras a sus ojos y que, como cataratas o galopes de
fantasmas, buscaban trizar los cristales para ir a reunirse con ciertos cuerpos
borrosos, que se veían levantándose desde la arena.
—«México pone disposición
poeta Neruda y familia avión pronto traslado aquí» —recitó Mario, ya con la
seguridad de que no era oído.
La mano de Neruda temblaba sobre la manilla de la ventana, quizá
queriendo abrirla, pero, al mismo tiempo, como si palpara entre sus dedos
crispados la misma materia espesa que le rondaba por las venas y le llenaba la
boca de saliva. Creyó ver que, desde el oleaje metálico que destrozaba el
reflejo de las hélices de los helicópteros y expandía los peces argentinos en
una polvareda destellante, se construía con agua una casa de lluvia, una húmeda
madera intangible que era toda ella piel pero al mismo tiempo intimidad. Un
secreto rumoroso se le revelaba ahora en el trepidante acezar de su sangre, esa
negra agua que era germinación, que era la oscura artesanía de las raíces, su
secreta orfebrería de noches frutales, la convicción definitiva de un magma al
que todo pertenecía, aquello que todas las palabras buscaban, acechaban,
rondaban sin nombrar, o nombraban callando (lo único cierto es que respiramos y
dejamos de respirar, había dicho el joven poeta sureño despidiéndose de su mano
con que había señalado un cesto de manzanas bajo el velador fúnebre): su casa
frente al mar y la casa de agua que ahora levitaba tras esos vidrios que
también eran agua, sus ojos que también eran la casa de las cosas, sus labios
que eran la casa de las palabras y ya se dejaban mojar dichosamente por esa
misma agua que un día había rajado el ataúd de su padre tras atravesar lechos,
balaustradas y otros muertos, para encender la vida y la muerte del poeta como
un secreto que ahora se le revelaba y que, con ese azar que tiene la belleza y
la nada, bajo una lava de muertos con ojos vendados y muñecas sangrantes le
ponía un poema en los labios, que él ya no supo si dijo, pero que Mario sí oyó
cuando el poeta abrió la ventana y el viento desguarneció las penumbras:
Yo vuelvo
al mar envuelto por el cielo,
el silencio
entre una y otra ola
establece
un suspenso peligroso:
muere la
vida, se aquieta la sangre
hasta que
rompe el nuevo movimiento
y resuena
la voz del infinito.
Mario lo
abrazó desde atrás, y levantando las manos para cubrirle sus pupilas
alucinadas, le dijo:
—No se
muera, poeta.
§
La ambulancia se llevó a
Pablo Neruda hacia Santiago. En la ruta, tuvo que sortear barreras de la
policía y controles militares.
El día 23 de septiembre
de 1973, murió en la clínica Santa María.
Mientras agonizaba, su
casa de la capital en una falda del cerro San Cristóbal fue saqueada, los
vidrios fueron destrozados, y el agua de las cañerías abiertas produjo una
inundación.
Lo velaron entre los
escombros.
La noche de primavera
estaba fría, y quienes guardaron el féretro, bebieron sucesivas tazas de café
hasta el amanecer. Hacia las tres de la mañana, se sumó a la ceremonia una
muchacha de negro, que había burlado el toque de queda arrastrándose por el cerro.
Al día siguiente, hubo un
sol discreto.
Desde el San Cristóbal
hasta el cementerio, fue creciendo el cortejo, hasta que, al pasar frente a las
floristas del Mapocho, una consigna celebró al poeta muerto y otra al
presidente Allende. Las tropas con sus bayonetas caladas bordearon la marcha
alertas.
En las
inmediaciones de la tumba, los asistentes corearon La Internacional.
§
Mario
Jiménez supo de la muerte del poeta en el televisor de la hostería. La noticia
fue emitida por un locutor engolado el cual habló de la desaparición de «una
gloria nacional e internacional». Seguía una breve biografía hasta el momento
de su Premio Nobel, y concluía con la lectura de un comunicado, mediante el
cual la Junta Militar expresaba su consternación por la muerte del vate.
Rosa,
Beatriz, y hasta el mismo Pablo Neftalí, contagiados por el silencio de Mario,
lo dejaron en paz. Se lavaron los platos de la cena, se saludó sin énfasis al
último turista que tomaría el nocturno hacia Santiago, se hundió
interminablemente la bolsa de té en el agua hervida y se raspó con las uñas
mínimos restos de comida adheridos al hule de las mesas.
Durante la
noche, el cartero no pudo dormir y las horas transcurrieron con la vista en el
techo, sin que un solo pensamiento las distrajera. Hacia las cinco de la
madrugada, oyó frenar autos ante la puerta. Al asomarse a la ventana, un hombre
de bigotes le hizo un gesto indicándole que saliera. Mario se puso su yérsey
marinero y vino hacia el portón. Junto al hombre de bigotes, semicalvo, había
otro muy joven de pelo corto, impermeable, y un nudo de corbata abundante.
—¿Usted es
Mario Jiménez? —preguntó el hombre de bigotes.
—Sí, señor.
—¿Mario
Jiménez, de profesión cartero?
—Cartero,
señor.
El joven de
impermeable extrajo una tarjeta gris de un bolsillo, y la revisó de una
pestañeada.
—¿Nacido el
siete de febrero de 1952?
—Sí, señor.
El joven
miró al hombre mayor, y fue éste quien le habló a Mario:
—Bien.
Tiene que acompañarnos.
El cartero
se limpió las palmas de las manos sobre los muslos.
—¿Por qué,
señor?
—Es para
hacerle unas preguntas —dijo el hombre de bigotes poniéndose un cigarrillo en
los labios y palpándose luego los bolsillos, como si buscara fósforos. Vio
venir la mirada de Mario a sus ojos—. Una diligencia de rutina —acotó entonces,
pidiéndole fuego con un gesto a su acompañante. Éste negó con la cabeza.
—No tiene
nada que temer— le dijo luego el del impermeable.
—Después,
puede volver a casa —dijo el hombre de bigotes, mostrándole el cigarrillo a
alguien que asomaba la cabeza por la ventana de uno de los dos autos sin
patente, que aguardaban en la calle con el motor en marcha.
—Se trata
de una diligencia de rutina —agregó el joven del impermeable.
—Contesta
un par de preguntas y después vuelve a casa —dijo el hombre de bigotes,
alejándose hacia el hombre del auto que ahora mostraba un encendedor dorado en
la ventanilla. El hombre de los bigotes se agachó, y entonces el diputado Labbé
con un preciso golpe produjo una fuerte llama del mechero. Mario vio que el
hombre de los bigotes se levantaba avivando la brasa del cigarrillo con una
honda aspiración, y que le hacía un gesto al joven del impermeable, para que
avanzaran hasta el otro auto. El joven del impermeable no tocó a Mario. Sólo se
limitó a indicarle la dirección del Fiat negro. El auto del
diputado Labbé se fue lentamente, y Mario avanzó con su acompañante hasta el
otro vehículo. En el volante había un hombre con lentes oscuros oyendo
noticias. Al entrar en el coche, alcanzó a oír cuando el locutor anunciaba que
las tropas habían ocupado la editorial Quimantú, y habían procedido a
secuestrar la edición de varias revistas subversivas, tales como Nosotros los chilenos,
Paloma y La Quinta Rueda.
Epílogo
Años después
me enteré por la revista Hoy, que un redactor literario de La Quinta
Rueda había vuelto a Chile tras su exilio en México. Se trataba de un viejo
compañero del liceo, y lo llamé por teléfono para concertar una cita. Hablamos
algo de política y sobre todo acerca de las posibilidades de que Chile algún
día se democratizara. Me fatigó algunos minutos más con la experiencia de su
exilio, y, tras pedir el tercer café, le pregunté, si por casualidad recordaba
el nombre del autor del poema premiado, que debería haber publicado La
Quinta Rueda el 18 de septiembre del año del golpe.
—Por supuesto —me dijo—. Se trataba de un poema excelente de
Jorge Teillier.
Yo tomo el
café sin azúcar, pero tengo la manía de revolverlo con la cucharilla.
—¿No
recuerdas —le dije— un texto que a lo mejor aún te suena por su título algo
curioso: Retrato a lápiz de Pablo Neftali Jiménez González?
Mi amigo
levantó el azucarero y lo retuvo un instante haciendo memoria. Luego negó con
la cabeza. No lo recordaba. Acercó el azucarero a mi café, pero yo lo cubrí
rápidamente con la mano.
—No,
gracias —le dije—. Lo tomo amargo.
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